Bolsonaro promete "poner en su lugar" al Supremo... ¿y si Brasil es ya una democracia tutelada?

Por: Marcelo Falak
Jueves 18 de Junio 2020

La reiteración de las amenazas de clausura del alto tribunal por parte del presidente y sus allegados lleva a preguntarse sobre el grado de libertad efectiva de los magistrados para realizar su tarea.
Todo el mundo habla en Brasil del peligro de un autogolpe de Jair Bolsonaro y sus aliados militares. Hasta The New York Times advirtió sobre esa posibilidad el 10 de junio, ocho días después de que Ámbito hubo hecho lo propio. Sin embargo, es necesario definir el concepto de “golpe” en 2020 y reconocer que, aunque ese escenario no es desechable, la eventualidad de que tanques y soldados controlen las calles después de haber clausurado el Congreso y el Supremo Tribunal Federal (STF) no es, al menos hoy, la hipótesis más probable. ¿De qué se habla entonces?
 
En el ida y vuelta de hechos y palabras inflamables, cada día surge con mayor nitidez la visión de una democracia condicionada, tutelada. ¿Cómo se debería llamar, si no, a un sistema cuyas autoridades ejecutivas fueron elegidas por voto popular pero ponen permanentemente al Poder Judicial bajo la amenaza explícita de clausura violenta? Eso, claro está, por fuera de las objeciones que aún merece el encarcelamiento y la exclusión de quien era el máximo favorito en el proceso de 2018: Luiz Inácio Lula da Silva.
 
 
Bolsonaro reaccionó ayer a los 21 allanamientos ordenados en la víspera por el Supremo contra empresarios, allegados, legisladores y hasta un bloguero oficialistas.
 
“No voy a ser el primero en patear el tablero. Ellos (los jueces) se están abusando a la vista de todos. Quebraron el secreto fiscal y bancario de diputados y senadores, algo nunca visto en una democracia, por más frágil que sea. Ya está llegando la hora de poner las cosas en su debido lugar”, tronó.
 
El Supremo apunta al corazón del bolsonarismo en la investigación sobre el supuesto financiamiento ilegal de usinas de noticias falsas propagadas en las redes sociales desde la llamada “oficina del odio”, comandada, según se ha denunciado, desde el propio Palacio del Planalto por uno de los hijos del presidente, el concejal carioca Carlos Bolsonaro.
 
En el curso de esa causa, instruida por el supremo Alexandre de Moraes, fueron imputados un senador federal, diez diputados y empresarios, mientras que se ordenó la detención de la militante de ultraderecha Sara Fernanda Giromini –alias Sara Winter– y otros miembros del grupo de choque “300 de Brasil”, que se entretuvieron en las últimas semanas con un acampe en Brasilia –al parecer con armas–, con repetidas manifestaciones de ritual fascista y, el último fin de semana, con un intento de copamiento del Congreso y con el lanzamiento de bengalas contra la sede del STF.
 
El clima de intimidación incluye manifestaciones semanales de militantes bolsonaristas que reclaman un golpe militar y la disolución de los poderes legislativo y judicial. Que Bolsonaro y varios de sus ministros se pongan acríticamente al frente de las mismas ya no sorprende a nadie.
 
La porfía del Supremo en mantener por el momento investigaciones sensibles para el núcleo del poder, en particular la causa de las fake news, es lo que todavía separa tenuemente a Brasil de la condición de democracia vigilada. Sin embargo, las idas y vueltas de mediadores que tratan de calmar las aguas entre los jueces y el presidente son ilustrativas de un riesgo inminente.
 
En el Brasil de hoy la prensa informa como si fuera un hecho normal la reunión entre el jefe del Ejército, general Edson Pujol –un hombre que Bolsonaro amagó, sin éxito, con desplazar por no considerarlo suficientemente alienado– y el juez del STF Gilmar Mendes. En la misma, el magistrado dio garantías de que el tribunal no pretende obstruir la acción de Gobierno.
 
Más allá de los divertimentos de la “oficina del odio”, otras acechanzas para Bolsonaro son las decenas de pedidos de juicio político que se acumulan en el despacho del titular de la Cámara de Diputados, Rodrigo Maia, encargado de aceptarlos o rechazarlos y que, condicionando también al presidente, repite que, en plena pandemia, todavía “no es el momento” de las definiciones. Algunos de esos pedidos lo acusan de negligencia en el manejo de una pandemia que tiene a Brasil como el segundo país más afectado del mundo, con casi un millón de contagiados y más de 45.000 muertos.
 
Asimismo, está pendiente de resolución un pedido de anulación judicial del resultado de los comicios de octubre de 2018 por la presunta financiación de la campaña bolsonarista con dinero negro y también pedidos de enjuiciamiento del presidente ante el propio STF, algo posible si Diputados lo aprueba y que también podría derivar en una destitución.
 
“Nosotros, los militares somos los verdaderos garantes de la democracia. Nunca vamos a obedecer órdenes absurdas y tampoco vamos a aceptar un impeachment que destituya a un presidente elegido democráticamente”, dijo Bolsonaro el lunes.
 
Más allá de haber olvidado con esa frase su propio voto a favor de la remoción de Dilma Rousseff en 2016 –otra presidenta elegida por el voto popular–, que dedicó al coronel Carlos Alberto Brillante Ustra, emblema del gusto de la dictadura militar por la tortura, Bolsonaro se puso por encima de la ley. Al señalar que, bajo sus órdenes, las Fuerzas Armadas nunca acatarán el “absurdo” de que se lo someta a juicio político, se colocó en abierta rebeldía contra el Supremo y contra la Constitución. De Sergio Moro hasta políticos tradicionales, pasando por el grueso del empresariado y sectores vastos de la clase media, cabe preguntarse cómo lograron en su momento el prodigio de considerar el odio de Bolsonaro a un comunismo imaginario una garantía de republicanismo.
 
Las amenazas del presidente y varios de sus ministros, militares y civiles, de cierre del Congreso y, sobre todo, del Supremo son cotidianas. Tanto es así, que el Supremo debió emitir una resolución interpretativa del artículo 142 de la Constitución, con lo que negó las febrículas del bolsonarismo talibán y señaló que las Fuerzas Armadas no tienen ninguna potestad para actuar como moderadoras del sistema ni para intervenir contra alguno de los poderes del Estado.
 
En los cuarteles no todo es obediencia debida al paracaidista y muchos efectivos se muestran incómodos por ser colocados una y otra vez en el rol de ser quienes le suban o le bajen el pulgar a la democracia cuando llegue la hora de las definiciones.
 
La mayoría de los analistas cree que la probabilidad de que las Fuerzas Armadas clausuren el STF o el Congreso son bajas. Más allá de que el mero debate al respecto erice la piel, tal vez haya llegado el momento de preguntarse sobre la verdadera naturaleza de un sistema en el que los jueces supremos fallan cada día a punta de pistola.
 
La polaridad democracia-dictadura, en términos de blanco y negro, acaso sea una demasiado general para describir al Brasil de hoy. Mientras ese país define hacia cuál de esos polos camina, hablar de una democracia tutelada probablemente resulte más ajustado a la realidad.
Con información de Ámbito

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