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Un mapa de ruta para un mundo post occidental

Jueves 28 de Julio 2022

El nuevo escenario internacional excede la competencia entre Estados Unidos y China; incluye un vasto proceso sincrónico de difusión de poder y de riqueza a otros países, y amplía las oportunidades de diversificación de las relaciones exteriores
La Argentina arrastra desde hace décadas cuatro grandes desafíos que se han ido agravando en relación directamente proporcional a su progresiva degradación interna y pérdida de relevancia en el escenario mundial: establecer un patrón de crecimiento económico perdurable, reducir drásticamente los niveles de pobreza, reconstruir el Estado para que sirva al interés general y revertir la declinación internacional. Cada uno de estos retos pone en carne viva las promesas incumplidas del ya largo ciclo de recuperación democrática iniciado en la primera mitad de los años ochenta del siglo pasado.
 
En el plano de la política exterior, discontinuidades, frustraciones e incompetencias manifiestas junto a expectativas y prácticas signadas por la desmesura han alimentado en una gradación ascendente dos concepciones opuestas sobre la forma en la que el país debería vincularse con el mundo. Instaladas entre nosotros mucho antes de 1983, ellas ordenan de manera principal el debate sobre la orientación y sustancia de la política exterior y expresan, a la vez, la profundidad de otra de las grandes grietas que nos separan. A falta de un mejor nombre y en honor a la brevedad, denomino a estas concepciones “occidentalista” y “sureña”.
 
Puestas de manera estilizada con el fin de desarrollar mi argumento, la primera destaca la identidad occidental de la Argentina, otorga prioridad a las relaciones del país con Occidente y por consiguiente, pone en un lugar central al vínculo con Estados Unidos, al tiempo que comparte el núcleo de sus intereses estratégicos tanto globales como en América Latina. Las relaciones con el Sur global importan fundamentalmente por intereses materiales al igual que las relaciones con China y Rusia, a las que se observa con recelo. Por el contrario, la segunda concepción se fundamenta en la condición de país del Sur de la Argentina, resalta la comunidad de objetivos e intereses con el Sur global, impulsa la construcción de la “Patria Grande” latinoamericana en clave autonomista en contraste con la visión “comercialista” de la región que atribuye a la primera concepción. Cuestiona a Occidente en su conjunto y a Estados Unidos en particular por su pasado y presente imperialista y ve con simpatía a Moscú y Beijing, en buena parte por la resistencia que oponen a Washington, como así también por el papel que pueden desempeñar para erosionar y contrapesar la posición de predominio de Estados Unidos en América Latina.
 
Seguir enfrascados en estas lógicas binarias es perjudicial para el país, además de anacrónico. Las necesidades y urgencias de este tiempo demandan una síntesis superadora de ambas concepciones que las desprenda, en lo sustancial, del clivaje derecha/izquierda en las que se las encasilla habitualmente. Esta síntesis debería sustentarse en nuestra identidad cultural con Occidente y en la pertenencia del país al Sur en razón de su situación periférica y nivel de desarrollo. Hemos reflexionado en un sentido similar varias veces desde los años de la Guerra Fría buscando conjugar de manera positiva ambas condiciones. La novedad de esta hora son las circunstancias domésticas y externas en las que la Argentina, desde esta doble condición, debería orientar su política exterior con el énfasis puesto en nuestros intereses materiales.
 
Nuestra circunstancia interna está a la vista; nos hemos convertido en un país más pobre y fracturado socialmente, más invertebrado, más dependiente y vulnerable y menos relevante en el mundo y también en América Latina, una región que igualmente ha perdido, vale acentuarlo, relevancia relativa en el escenario internacional y que cuenta con su propia carga de promesas incumplidas. En cuanto a las circunstancias externas, no hace falta ser un experto en asuntos internacionales para advertir que ha llegado a su fin el predominio casi de tres siglos de Occidente sobre el resto del planeta y que esta “gran transformación” traerá consigo incertidumbre, inestabilidad, violencia y turbulencias de distinto tipo durante mucho tiempo.
 
En este contexto, las relaciones de nuestro país con Estados Unidos y China, por su indudable centralidad, son las que mejor ejemplifican la necesidad de la síntesis superadora que propongo. Ambos países son fundamentales para la Argentina tanto por lo que aportan en materia de financiamiento, inversiones y tecnología como por su lugar como mercados para lo que producimos y podríamos producir. Y, en un sentido negativo, por los costos que nos puede infligir un mal manejo de la relación con cada uno de ellos.
 
Está de moda discutir si el mundo es bipolar o multipolar y hay argumentos para todos los gustos porque la discusión no es solo académica sino también profundamente política. Lo concreto es que Estados Unidos y China son las dos únicas superpotencias y la competencia inevitable en la que están embarcadas definirá en sustancial medida el carácter del sistema internacional de las próximas décadas.
 
Ante esta rivalidad de poder, los vínculos de la Argentina con Washington y Beijing deberían regirse primordialmente por nuestra identidad sureña sobre base de los lineamientos de lo que se conoce como “pluralismo” en las Relaciones Internacionales; seguir y defender los principios establecidos en la Carta de las Naciones Unidas (fundamentalmente el respeto de la soberanía, la no intervención y la integridad territorial de los estados), reconocer la existencia de valores en pugna como un rasgo de la humanidad y aceptar la diversidad de modelos sociales que caracterizan a este mundo. Nuestra identidad cultural occidental debería prevalecer solo en caso de que la competencia bipolar se agudice en extremo y se defina en términos de valores irreductibles y de sistemas opuestos, algo bastante improbable en los próximos años. Cabe recordar que Perón estaba dispuesto a abandonar su tercerismo en favor de Occidente si la Guerra Fría se tornaba caliente.
 
La naturaleza clásica de la competencia sino-estadounidense y el peso semejante del vínculo de nuestro país con ambas superpotencias, por motivos no equivalentes, invalida las opciones estratégicas de plegamiento o de oposición a uno de los polos, lo que no excluye, obviamente, acompañar o discordar con Estados Unidos y China en cuestiones específicas. Lo aconsejable es apelar a una estrategia mixta y más modesta que combine acomodamiento y oposición según los temas en juego en cada relación. Lo interesante es que no estamos solos en este empeño: la mayoría de los países del mundo enfrentan este mismo dilema y no quieren quedar a merced de una rivalidad de poder que les es ajena y donde las ideologías juegan un papel secundario o son utilizadas instrumentalmente para justificar la competencia y sumar adeptos. Lo ideal sería llevar a cabo esta estrategia mixta en compañía de nuestros países vecinos para ganar poder de negociación o restringir el poder de los polos, tema por tema en función de intereses o riesgos comunes. Lo bueno para nosotros es que el camino hacia un mundo postoccidental comprende mucho más que la transición de poder entre Estados Unidos y China; incluye un vasto proceso sincrónico de difusión de poder y de riqueza a otros países, de expansión de voces, preferencias y valores que tiene una lógica independiente y efectos propios; amplia mercados y fuentes de capital y de recursos materiales, tecnológicos y simbólicos como así también las oportunidades de diversificación de las relaciones exteriores y de activar potenciales coaliciones sobre la base de intereses comunes.
 
Aunque pueda sonar paradójico, el foco de nuestra identidad cultural debería ponerse en América Latina a la par de nuestra identidad sureña. Me refiero a los valores y derechos que son parte de las mejores tradiciones de Occidente y que hacen a nuestra identidad como nación. Anticipo críticas que seguramente vendrán, reconociendo que Occidente ha violado repetidamente estos valores y derechos y que ellos están bajo amenaza en su propio seno. Esta situación no los hace menos relevantes para nosotros. El núcleo duro de la concepción sureña en nuestro país tiene en este aspecto su punto más débil, además de un problema político. En nombre de un falso progresismo se acompaña o defiende a regímenes autocráticos de la región que se declaran de izquierda, traicionando las ideas de libertad y justicia a las que tanto han contribuido el pensamiento y las luchas de décadas de las izquierdas en todo el mundo.
 
Nadie hace política exterior con alcance global sobre la base de valores y derechos. Tampoco debe hacerlo la Argentina con la excepción de su política exterior hacia América Latina donde no caben los estándares dobles. Hay valores y derechos esenciales en juego que estuvieron a la deriva y perdimos en los momentos más oscuros de nuestra historia, que recuperamos y ampliamos en estos años de democracia y que no están asegurados; el pluralismo, la democracia misma, los derechos humanos, civiles y de las minorías. Además, hemos asumido compromisos institucionales para promoverlos y defenderlos en la región. Tengo la impresión de que es mayor la probabilidad de lograr consensos en la orientación de las relaciones con Estados Unidos y China que en esta dimensión oscura de nuestra política exterior que considero de interés vital, no solo para nosotros sino para toda América Latina. La cuestión está sobre la mesa, no deberíamos eludirla.
Con información de La Nación

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