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¿Debemos considerar la necesidad de una reforma constitucional?

Por: Sergio Berensztein
Viernes 12 de Mayo 2023

Si coincidimos en que el embrollo del país es político, necesitamos el coraje de revisar nuestro acervo de reglas; retomemos el espíritu de nuestros padres fundadores, grandes problemas requieren grandes soluciones
El diputado Emilio Monzó planteó recientemente y de manera muy persuasiva que el actual ciclo electoral que dispone comicios cada dos años constituye un obstáculo para la gestión de gobierno. Según el expresidente de la Cámara de Diputados de la Nación (período 2015-2019), con el ordenamiento vigente no hay tiempo suficiente para obtener resultados efectivos. Más: en un contexto de “campañas permanentes”, la lógica de confrontación se impone como estrategia de polarización para contrarrestar lo poco y nada que se puede someter a la consideración de la ciudadanía en materia de logros de gestión y desalienta acuerdos intra e inter fuerzas políticas. Si las elecciones tuvieran lugar cada cuatro años, argumenta Monzó, los gobiernos desplegarían con mayor tranquilidad su arsenal de ideas y proyectos, y la sociedad podría evaluar con más evidencia empírica.
 
Es cierto que las elecciones se convirtieron en una obsesión para la dirigencia: desde que tenemos democracia, son un eslabón vital en el proceso político. Porque si bien la democracia no se reduce a lo meramente electoral, es inexistente sin elecciones libres, justas y transparentes, como ponen de manifiesto los casos de Venezuela, Nicaragua y Cuba, regímenes totalitarios con partido único que sostienen una parodia de legitimidad popular con comicios amañados. Los gobiernos planifican políticas en función del ciclo electoral y postergan eventuales medidas urgentes para evitar costos políticos, aunque las consecuencias sean potencialmente desastrosas para el conjunto de la sociedad, incluidos los propios funcionarios que procrastinan con la excusa del calendario de comicios.
 
Esto nos lleva a plantearnos una serie de interrogantes claves. ¿Es adecuado, propicio y sensato en este momento de crisis plantear una reforma de la Constitución? Si ese fuera el caso, ¿cuáles serían los riesgos de modificar el actual sistema? ¿Qué otros temas, además de las pautas para renovar autoridades electas (ejecutivas y parlamentarias), deberían incluirse? Existe un creciente consenso en el sentido de que el problema de fondo del país es político y no económico. El potencial de la Argentina es enorme, pero la política se encargó al menos en los últimos 90 años de frustrar todas las oportunidades. Pasaron gobiernos civiles y militares, logramos alternancia en el poder, probamos un sinfín de recetas y aun así el fracaso es pavoroso. Es lógico pensar que para refundar la política y revertir esta decadencia secular pueda ser necesaria una reforma constitucional, pero eso nos obliga a reflexionar a fondo respecto de qué cuestiones centrales merecen ser debatidas y, sobre todo, qué otras reformas son imprescindibles para mejorar la política.
 
Repensar las reglas del juego en medio de esta gran crisis que vivimos como nación es riesgoso. Si bien Monzó propone una “microcirugía” acotada, nunca se sabe cuál podría ser el resultado de una asamblea constituyente que se declare soberana y pretenda ampliar los temas de debate más allá de las cuestiones que justificaron la necesidad de una reforma. ¿Si se abre la caja de Pandora y se ponen en duda los derechos de propiedad? ¿Si las provincias pierden el control de los recursos naturales? Cualquier esfuerzo para revisar nuestra Carta Magna requiere un acuerdo básico y férreo entre los principales actores, que acote el margen de incertidumbre y evite los deslices voluntaristas, infantiles e hiperintervencionistas que, por ejemplo, hicieron naufragar el proceso constituyente chileno, que derivó en la reacción antirreformista de las elecciones del pasado domingo. Asimismo, es tan profunda y angustiante la crisis que vivimos, así como el peligro de que escale y comprometa la integridad y la seguridad nacionales, que resulta válido considerar las consecuencias de no hacer ninguna reforma. En un contexto global de reversión de experiencias democráticas y de paralela consolidación de potencias autoritarias, el desafío de diseñar una Constitución nacional para blindar al sistema democrático y resolver algunos de los problemas centrales que padecimos en esta agridulce experiencia de 40 años puede constituir el tipo de convocatoria que entusiasme y movilice a la ciudadanía y fomente el espíritu de participación y deliberación que tanta falta le hace a nuestro alicaído y mediocre debate público.
 
Si admitimos la necesidad de una reforma constitucional, ¿esta debería incluir un nuevo ciclo de renovación de autoridades parlamentarias y ejecutivas? No faltará quien quiera regresar a la fórmula alberdiana de un sexenio sin reelección presidencial. ¿Son las elecciones de mitad de mandato tan dañinas para los gobiernos? Al margen de los argumentos expuestos, evitan que un estado de ánimo peculiar de la sociedad en un momento determinado brinde demasiado poder a un gobierno y permiten que la ciudadanía se exprese y respalde o ponga límites a una administración. Podría decirse que la derrota de la Alianza en octubre de 2001 fue pivotal para precipitar la gran crisis que se desató dos meses más tarde y cuyas consecuencias aún definen el mapa político, pero ¿qué hubiera sido de este país sin las elecciones de 2009 y 2013, que representaron un freno político e institucional a las pulsiones autoritarias y hegemónicas del kirchnerismo? Esto no quita que un espaldarazo del electorado a un gobierno pueda desperdiciarse por negligencia, prejuicios o incapacidad, como ocurrió en 2017. En todo caso, bienvenido el debate sobre los pros y los contras del actual sistema. Tal vez Monzó tenga razón, aunque deberá convencer a sus colegas del Senado de acortar sus mandatos a 4 años o extenderlos a 8 (en Estados Unidos duran 6, como en nuestro país).
 
La revisión del ordenamiento constitucional debe contemplar otros asuntos relevantes. Se acaba de reeditar el clásico de Carlos Nino, Un país al margen de la ley. Inevitable revisar sus argumentos a favor de un sistema parlamentario (hubiéramos evitado el patético papel que desempeña el actual primer mandatario, agravado luego de su reciente ataque a la Corte, mientras que el vacío de poder de 2001 se habría resuelto sin el papelón de los 5 presidentes en dos semanas). El país nunca recuperará el crédito ni alcanzará la estabilidad sin una sólida independencia del Banco Central soldada en la Constitución que le impida financiar al Tesoro, junto con una regla inexpugnable que obligue a mantener un superávit fiscal primario y un fondo anticíclico inviolable y solo utilizable bajo circunstancias extremas expresamente definidas. Si por el contrario ganasen terreno los esquemas bimonetarios e incluso la dolarización, nada mejor que una asamblea constituyente para debatirlos a fondo. ¿Conviene dolarizar cuando los principales bancos centrales del mundo reducen sus tenencias en esa moneda para aumentar las reservas en oro? ¿No sería también oportuno que la boleta única de papel tenga rango constitucional?
 
Muchas otras cosas deben ser modificadas sin necesidad de cambiar la Constitución. Junto a Marcos Buscaglia, argumentamos en Por qué fracasan todos los gobiernos que es imprescindible modificar el sistema de coparticipación federal, implementar una profunda reforma del Estado y adaptar el sistema de representación al actual mapa poblacional del país, eliminando o acotando las enormes distorsiones existentes.
 
Si coincidimos en que el embrollo de la Argentina es político, necesitamos el coraje de revisar a fondo nuestro acervo de reglas formales e informales. Ninguna reforma en particular, como la renovación de cargos parlamentarios, hará una diferencia significativa. Nada de microrreformas: pensemos en grande. Retomemos el espíritu ambicioso y transformacional de nuestros padres fundadores. Los grandes problemas requieren grandes soluciones.

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