Un viaje a la nostalgia: la golosina que fue furor en los 80 y 90 y busca reconquistar los paladares.

Por: Julián Gorodischer
Viernes 26 de Mayo 2023

Menos presente en kioscos que en esos tiempos, Mielcita se expande en plazas y playas, y permite sobrevivir, junto a otros productos, a una cooperativa de 88 trabajadores, en su mayoría mujeres.
Mielcita tiene la capacidad de remontar a quien la prueba a una etapa primigenia del desarrollo del paladar, a una época en que lo básico era fastuoso; en que lo simple era complejo. Los niños de los 80 y los 90 endiosan aún hoy a esta golosina que es, en cada vida, sinónimo de una época de menos exigencias y sumo placer gustativo. Tenía algo de prohibido, de incorrecto, meterse el plástico en la boca; recibirlo directamente de la mano del kiosquero y llevarlo a la boca, algo que ya no se hace hoy y que desaconsejan las operarias y la comisión directiva de la cooperativa Mielcitas.
 
Fundada en 1976, la fábrica Suschen –que conserva su histórica sede de Rafael Castillo, en La Matanza– llegó a ser una de las diez mayores productoras de golosinas de la Argentina, comercializando las populares Mielcita y el juguito Naranjú, así como los alfajores Suschen y las semillas Girasol (que vienen con cáscara, bien saladas, en su icónico envase colorado).
 
Mielcitas, hoy, es el nombre de una empresa recuperada desde 2019 por sus trabajadores, integrada por un 90 por ciento de mujeres. En enero de 2020, después de varios meses de negociaciones, se unieron para reactivar las usinas de la planta y hacer que las cacerolas cuezan esa deliciosa sustancia almibarada de colores rojo (frutilla), amarillo (limón) y verde (banana), en estricto orden de preferencias de un público que –tienen medido– las consume, no a los niveles del pasado, pero con firme persistencia sobre todo en territorios como playas y plazas.
 
Mielcita: elixir, transportación a un estado de goce sensorial. Fantasía líquida en un microsachet. La fábrica empezó siendo “una esquina” y terminó en “media manzana” –se enorgullecen las integrantes de la cooperativa–. “Ingresé en 2000, por agencia. Operaria para Naranjú: de agosto a marzo [la temporada cálida que alienta el consumo del juguito congelado]”, dice Silvia Ayala, presidenta de la cooperativa Mielcitas.
 
Jarabe de glucosa
“Cada vez que el país está pasando un mal momento –reflexiona Ayala– la gente se vuelca al producto barato. En sus comienzos [1976], el Naranjú valía 10 centavos. Hoy está a nueve pesos y monedas”. Lo consumen –como a las mielcitas, según se midió desde la fábrica– niños y adultos por igual. Golosina retro, una golosina “del pueblo”.
 
La Mielcita se prepara en una paila (un tipo de olla profunda); la glucosa va cayendo al recipiente, y se le agrega el colorante y el saborizante. Luego pasa a otras ollas en las que la temperatura va aumentando. Se deja enfriar naturalmente en el tubo; y luego se “traquela” –se subdivide– en diez pequeños sachets. En ese proceso, es fundamental la atención y la precisión de las operarias, para que la máquina selle en la línea justa, y se eviten los pinchazos del plástico, que conllevan a la pérdida y el enchastre. Este plástico, de las mielcitas, es apto para ser consumido, destinado al circuito alimenticio.
 
Elena Reich, una de los 88 trabajadores de la cooperativa, oficia de guía por el amplio salón en el que se disponen, en fila, las máquinas y las operarias. “Miguel Horacio Lanza [quien construyó Suschen], junto a su hijo Miguen Ángel, –según reconocen las integrantes de la comisión directiva– nos sostuvieron aun en plena dictadura; aun en la hiperinflación y el 2001″.
 
Victoria Cañete, trabajadora de la cooperativa Mielcitas, ingresó en septiembre de 2000 a Tareas generales. “Durante la crisis de 2001 –recuerda– trabajábamos un montón. Miguel Ángel y Miguel Horacio eran unos señores. Bajaban a la planta, y era respeto el que se les tenía. Veían la producción; estaban para la salida de los camiones”.
 
Marta Zenteno, orgullosa de la comisión directiva, entró en septiembre de 1994. Ahí aprendió que “cuando vos sellás, si le pegaste mal, se pincha y salimos todas manchadas”. “Ingresé con 17 años. No te pedían ser mayor de edad. Me recuerdo sentada en el comedor a las 6 de la tarde, mirando las rejas. Estaba en la cárcel. Era mi percepción de señorita”. Hoy lleva 29 años en la empresa.
 
Usos y costumbres
Si morder o recortar con tijera o cuchillo serrucho la puntita de la Mielcita, se decide a piacere. En 1994 –cuentan las integrantes de la cooperativa– Lanza se endeudó por el lanzamiento de un Topo Gigio con confites. Entonces, el proveedor se quedó con la fábrica y, acto seguido, la cerró; Lanza la volvió a abrir un año después.
 
Por entonces, las tiras de diez sachecitos enguirnaldaban todavía la Capital, tal como se puede ver en la película Argentina 1985. Eran esos míticos kioscos que la añoranza asocia al colorinche y al sabor del jarabe de glucosa, y a la pelotita Naranjín –también producida por Suschen–. “Era naranja naranja: más intensa y más fuerte que el Naranjú. Venía con un piquito –dice Reich–. El día que mi mamá la compraba era porque mi papá había cobrado”.
 
Mielcita, Naranjú, Naranjín: “golosina barata”, como expresa orgullosa Ayala. “Accesible para todas las familias. No mezquinamos nada. Le ponemos un buen dulce de leche al alfajor, porque sabemos que va a las familias más humildes”.
 
Reinvención
En la pospandemia, cuando parecía mala palabra “chupar” un plástico expedido por la mano del kiosquero, las integrantes de la cooperativa rehicieron su mundo. Empezaron a hacer docencia higienista. Recomiendan activamente lavarse las manos, a kiosqueros y consumidores del dulce oro del oeste bonaerense. “Laven el producto”. De la fábrica, la Mielcita sale en bolsas de 50 unidades, organizadas en cinco tiras de diez.
 
La unidad sale 7,40 pesos, vendible a $10 en kioscos; la bolsita cuesta $369, según la nómina. Mucho depende de quién venda, porque las integrantes de la cooperativa han visto a pochocleros –entre sus mediadores estrella, así como los ambulantes de la costa– expidiendo tiras de mielcitas de a $200. Nadie sabe responder, a ciencia cierta, una pregunta: el sabor de la infancia es ¿el pirulín playero o la Mielcita urbana? ¿O son lo mismo, en diferente grado de solidez; la misma inocencia que se perdió?
 
Mielcita, cosa de chicos: andar rechinando los dientes en el grueso plástico. Salta una gotita y va a la manga del delantal blanco. La boca se llena de una dulzura incomparable, totalitaria, hecha, durante años, de la mixtura del azúcar con el edulcorante en un mismo sachecito para narcotizar buenamente a las papilas. Mielcita, color que anticipa una emoción fuerte, un salto endorfínico o, como señala en un video de Youtube el comediante Pablo Molinari, “casi un deporte extremo”. Extremo, en cuanto a su capacidad de ligarse a un sentimiento generacional, ese puñado de marcas u objetos ligados a una época personal y pública, a una marca de identidad colectiva.
 
Mielcita, y la gracia de pegotear la ropa, las manos y los labios sin culpa; de dejar que salte el producto pringoso y manche el suéter o la camisa ya que, total, “mamita lo va a meter en el lavarropas”. Es una ráfaga de pasado que sigue enlazando camadas en una de esas muestras tangibles de argentinidad, al alcance de cualquier melancolía.
 
 
 
 

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