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Chile tendrá nueva Constitución y da cauce a las protestas, pero el gran cambio no será inmediato

Por: Marcelo Falak
Lunes 26 de Octubre 2020

La reforma del texto de 1980 fue respaldado por el 78% y, dentro de esa iniciativa, se impuso con similar amplitud la alternativa de una Asamblea votada totalmente por la población. Temas y expectativas. Lo que no figura en ninguna carta magna.
El voto favorable de los chilenos a la elaboración de una nueva constitución, consumado en el referéndum de ayer, pone en marcha un proceso virtuoso en más de un sentido. Por un lado, es el primer paso para reemplazar la Carta Magna de 1980, cuya legitimidad de origen está viciada por haber emanado de la dictadura de Augusto Pinochet y de un proceso de ratificación fraudulento. Asimismo, da un cauce institucional al descontento que desde el 18 de octubre del año pasado se transformó en una ola inédita de protestas, que en casos no menores derivaron en una violencia que llevó a muchos a descubrir, de un día para otro, que vivían en una sociedad diferente a la que creían conocer.
 
Según datos parciales pero considerados irreversibles al cierre de esta edición, el sí a la reforma se imponía con el 78% de los votos. Asimismo, una mayoría similar determinó que el proceso se desarrolle a través de una Convención Constitucional de 155 miembros elegidos en su totalidad por voto popular, lo que dejó en el camino el planteo de la derecha de una asamblea mixta, de 172 hombres y mujeres e integrada por mitades por parlamentarios en ejercicio y convencionales designados ad hoc. De esta forma la sociedad chilena dio por tierra contundentemente con el intento de que el nuevo marco legal vuelva a ser controlado “desde arriba” y terminó de autonomizarse para decidir su futuro.
 
 
El texto pinochetista de 1980 fue reformado varias veces en base a leyes aprobadas con las mayorías agravadas prescriptas, pero nunca hasta ahora había sido objeto de una revisión integral. Entre esas reformas parciales, la primera de importancia fue la de 1989, que terminó con la proscripción de los partidos marxistas. La más relevante, en tanto, fue la de 2005 –bajo la presidencia del socialista Ricardo Lagos–, que implicó el fin de los senadores vitalicios –institución a medida de Pinochet– y designados por las Fuerzas Armadas y la Corte Suprema, y puso al estamento militar bajo autoridad del presidente al darle a este la facultad de remover a sus comandantes. En tanto, por obra de otra socialista, Michelle Bachelet, en 2014 se terminó con la elección binominal de los parlamentarios –lo que sobrerrepresentaba a la derecha– y estableció un sistema proporcional, que dio a la izquierda comunista el lugar en el Congreso que merecía por su caudal electoral.
 
La nueva oleada reformista, cuyo contenido está por definirse, apunta tanto a aspectos institucionales como vinculados a derechos y al acceso a los servicios de salud y educación. Esto último, sobre todo, explicó las protestas del año pasado, que en la previa del referéndum de ayer tuvieron algunos ecos violentos a modo de recordatorio de lo incandescente que está el humor social. Atento a eso, el presidente, Sebastián Piñera, se esforzó por organizar la votación de modo que los cuidados ante el nuevo coronavirus –que ha dejado 500.000 contagios documentados y casi 14.000 muertos– no conspiraran contra la libre afluencia de los votantes.
 
Aquellas manifestaciones, cabe recordar, fueron reprimidas con una brutalidad que puso seriamente en duda el respeto por los derechos humanos en el país. Las 34 muertes de civiles a manos de efectivos, los miles de heridos, los arrestos abusivos filmados y viralizados en las redes sociales, los disparos de perdigones a los ojos como modus operandi y, más recientemente, la imagen de un joven arrojado por un carabinero desde un puente hacia el río Mapocho marcan una forma de relacionamiento entre las fuerzas de seguridad y la sociedad que tendrá un lugar destacado en la agenda reformista.
 
Esta, en tanto, va más allá. Un aspecto relevante de las discusiones que vienen serán los propios mecanismos de reforma, establecidos en el artículo 127 de la Constitución “moribunda” (Hugo Chávez dixit), que imponen a las enmiendas tramitadas por el Congreso, con excesiva rigidez, mayorías de tres quintos que se elevan a los dos tercios en materia de “bases de la institucionalidad”, “derechos y deberes”, conformación del Tribunal Constitucional, Fuerzas Armadas y seguridad pública, Consejo de Seguridad Nacional y, claro, de la propia reforma de la Carta Magna.
 
Sin embargo, lo medular de las protestas y de la reforma que parirán está dado por el acceso a la seguridad social y a los servicios de salud y educación, severamente restringidos en beneficio de empresas privadas.
 
Para empezar, hay que mencionar un sistema previsional privado, modelo del adoptado por la Argentina en los años 1990, de cobertura insuficiente y haberes que mayoritariamente caen por debajo del salario mínimo de 400 dólares. El fin de las Administradoras de Fondos de Pensión (AFP) es una de las principales banderas de un sector amplio de la ciudadanía movilizada.
 
La Constitución actual trata el derecho a la salud en el inciso 9 del artículo 19, dentro del Capítulo III sobre derechos y deberes. El mismo obliga al Estado a prestar “la coordinación y control de las acciones relacionadas con la salud. Es deber preferente del Estado garantizar la ejecución de las acciones de salud, sea que se presten a través de instituciones públicas o privadas, en la forma y condiciones que determine la ley, la que podrá establecer cotizaciones obligatorias. Cada persona tendrá el derecho a elegir el sistema de salud al que desee acogerse, sea este estatal o privado”. De derecho garantizado por el Estado con acceso universal, nada, como se ve, mientras la puerta se abre de par en par al mercado en un sistema en gran medida privado y muy costoso para los sectores medios y populares.
 
Algo similar ocurre con la educación, también ya de manifestaciones estudiantiles desde hace años en reclamo de que se la considere un servicio público y no un factor de lucro. El inciso 10 del artículo mencionado dice que “para el Estado es obligatorio promover la educación parvularia y garantizar el acceso gratuito y el financiamiento fiscal al segundo nivel de transición, sin que este constituya requisito para el ingreso a la educación básica”. Otra vez: el Estado actúa como articulador entre el mercado y la sociedad y no está obligado a prestar ese servicio con garantías de universalidad y gratuidad, lo que deriva en deudas enormes y muy prolongadas en el tiempo para las familias que quieren dar a sus hijos instrucción universitaria y, aun, secundaria.
 
No es que el éxito económico de Chile haya sido ficticio. Mal podría decirse eso de un país que desde 1980 creció a un promedio de 3,3% anual y se asomó al desarrollo. En el camino, el ingreso per capita llegó a unos 20.000 dólares y se ubicó a la cabeza de América del Sur, mientras que la pobreza por ingresos cayó al 8,6%, un enorme logro en términos regionales.
 
Sin embargo, para quienes estaban distraídos mientras el “milagro” acumulaba tanto crecimiento como ampliación de desigualdades, las protestas del año pasado fueron un rayo en un día de sol. El problema es que no veían que, en realidad, arriba había nubes.
 
Así, al momento del estallido de las manifestaciones, la mitad de los trabajadores ganaba menos que el ingreso promedio. En esa línea, el 1% más rico se quedaba con el 26,5% de la riqueza y el 5%, con el 50%, según los la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) y el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), respectivamente. La pandemia, claro, empeoró todo.
 
Tras el estallido social, Jaime Mañalich, ministro de Salud eyectado del cargo por su mal manejo inicial, en el que el aislamiento era “focalizado” e “inteligente”, pero más bien laxo, se sorprendió: “Hay un nivel de pobreza y hacinamiento del cual no tenía conciencia”, admitió demostrando tanto honestidad intelectual como una ignorancia mayúscula de su propio país.
 
Ahora, el Chile de la prosperidad dentro de una Sudamérica turbulenta, este año sufrirá, según se proyecta, una recesión del 5,5%, cifra sin precedentes desde 1985. Si la vacuna llega, el rebote del año que viene se estima en el 4,5%.
 
En ese contexto, no solo se observaron imágenes de un estallido social sin precedentes sino a un Gobierno obligado a extremar la ayuda alimentaria, que hizo que se formaran largas filas de necesitados hasta entonces invisibles en las barriadas más pobres. La ley que permitió a los chilenos retirar el 10% de su dinero acumulado en las AFP para atender urgencias y deudas fue apenas un alivio para una clase media abrumada.
 
Revertir semejante estado de cosas implicará más que el fin de la pandemia y una reforma constitucional. Lo que los chilenos comenzaron a decidir ayer es si pretenden avanzar hacia un esquema económico que se base en un reparto más equitativo, algo deseable, pero que, según el sector empresarial, amenaza las bases del éxito de un modelo basado en la inversión y la competitividad externa.
 
Las cartas están echadas. El camino será largo y el conflicto no desaparecerá de la noche a la mañana.
Con información de Ámbito

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