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Leticia Brédice: "Me enamoré de una mujer con tanta locura que nunca más pude amar a ninguna otra"

Lunes 28 de Febrero 2022

Desde su casa, en Villa Urquiza, suelta un tráiler de memorias jamás contadas. Eclécticas, discordantes y tan fascinantes como ella.
Leticia Brédice, enamorada: Veo a esta persona y siento que entro en un  cuento de hadas | TV | La Voz del Interior
Abre su libreta colorada. El extracto de su mente “volante y voladora”. Con su gracia registrada, tan pueril y tan felina, simula que no advierte mi atención en esas páginas. Roídas, hipnóticas, manuscritas y muchas desordenadas. Las pasa compulsiva y dedicada a encontrar espacio en blanco, como si fuese a tomar nota de lo que se diga. Un hábito “precioso” que cuenta haber traído de la Nº1 Coronel Olavarría, “de Villurca y con orgullo”, subraya. Eran tiempos en los que la seño Ana María la animaba a los relatos literarios y ella, entonces, entendía que “tan valioso como las ideas es tener, siempre a mano, dónde escribirlas”. Leticia Marcela Brédice (46), aniquiladora serial de cualquier cuestionario premeditado que uno traiga consigo, impone una vez más las reglas de juego en esta charla ecléctica, repentista y discordante que irá hilvanándose con todo lo que caiga de esas hojas que agita.
 
Archiva 44 canciones “que se ríen de mí”. Varias poesías. Alguna esquela que tal vez llegue a guion. Ensayos libres. Y tres tesis propias sobre actuación. “De vez en cuando me atrapa el síndrome de Greta (Thunberg) y, casi mesiánica, redacto cosas que todo actor tiene saber”, dice. Además escribe sobre el Cosmos convencida de que “uno debe verse desde arriba antes de actuar, evaluando circunstancias globales de un mundo que no tiene un solo día igual”. Recopila enseñanzas de Deepak Chopra –”que me fascina desde chica”– y recuadra conclusiones de las sesiones de Constelaciones de Hellinger, la terapia grupal que la lleva a atender el lugar que ocupa en su familia para darle solución a conflictos que podrían resultar ancestrales. “Una instancia más de sanación”, describe, a la que llegó por consejo y recomendación del padre de su hijo. “Juampi (Sanguinetti) es como Indio (17): habla poco –revela–, pero lo poco que dice siempre está muy bien”.
 
Al principio huía con portazos. Eran dosis de realidad, propias y ajenas, imposibles de tragar. El tiempo la amigó con esos “sustos de pisar baldosas flojas” y un “viaje astral” la convenció. El ejercicio consistía en visualizar a sus padres frente a ella, tal vez, en diversas épocas de su vida. Detrás de ellos, sus padres, y los padres de sus padres. Y en el intento de un diálogo imaginario con ellos, entró en un trip casi lisérgico en busca de familiares. “Al final de un túnel vi una pirámide. Más allá una guerra. Gente, mucha gente vestida de verde”, describe. “Y ese trayecto, en el que buscaba familiares, se cortó cuando se me apareció un señor colorado, con galera y pipa, cual irlandés. Me miró a los ojos y se rió mucho. Se rió, se rió... Al despertarme y contar lo que había visto, mi guía me preguntó: ‘¿No será que ya no estás pudiendo reír? Por algo recibiste el nombre de Leticia, que en latín significa la que trae felicidad’. Después me di cuenta de que sí –revela– yo estaba perdiendo la alegría”.
 
Su fallo: “En ese momento debía cortar el vínculo con mi madre”. Tiene una teoría. “Un actor, una actriz, en algún punto debe despojarse del centro familiar. Dejar de ser ´la hija de´, ´la nieta de´, y poder contar historias desde ese lugar”. Pero apunta otro trasfondo más íntimo y concreto. “Mamá es una señora grande con una vida muy vivida. Muy vivida. Perdió un hijo de ocho años. Tuvo dos más. Y cuando se tiene muchos hijos... Y encima me contó que mi embarazo le resultó muy problemático, por lo que tuvo que estar mucho tiempo tirada”, dice. “Ella fue más la mamá de Marisa (la siguiente es Valeria; Leticia es la menor). Con ella tiene una gran relación. Yo ya soy hija de actrices. Más hija de actrices que de mi mamá. Y de eso fui dándome cuenta sola, con el tiempo y en muchas situaciones”, dice. “Es más, mamá llamaba a mis compañeras de trabajo para saber: ´¿Qué le pasa a Leticia?´. Y yo, por ejemplo para preguntar ´¿Qué te parece tal o cual cosa?´, sigo llamándola a Rita Cortese”.
 
Nora es costurera. “Hacía vestidos de comunión para una cubana que vendía ropa y hoy trabaja para los colegios y las familias de la colectividad”, cuenta Leticia. “Ella tenía una gran obsesión por tener una máquina Overlock. ¡Una gran obsesión! Y nosotras crecimos sabiendo mucho de ropa... Por eso después pude tener un novio turco (Alan Faena). Pero en realidad antes tuve una novia árabe. Y no voy a decir más, porque es la mujer de un actor, compañero... “, dispara y le gana la risa. “Mamá es una mujer de belleza soberbia, con esa cara tan Audrey Hepburn. Recuerdo que mi pensamiento constante siempre era evitar que se enojase. Íbamos juntas al mercado, charlando algunos días, otros no... ¡Ya de la mano no quería ir! Era raro. ´Daaale, un ratito de la mano´, le decía yo. ´¡No, no, de la mano no!´”, cuenta. “Y yo era un sol. Un sol de nena. Cuando mi hermana se escondía para preocuparla, yo le avisaba: ´¡No te asustes, má! Está ahí. Está ahí´”, relata. “Ella siempre iba enojada por la calle. Insultaba a los hombres que le decían cosas lindas. ¡Puteaba por los piropos! No estaba mal. No estaba mal”, dice. “Creo que parte de mi firma de mujer es su personalidad. Todo le importa tres carajos y no tiene miedo a nada”, describe como haciendo causa común con ella. “Por otro lado, creo que la madre tiene que ser una mujer que esté. Que esté. Ahí. Pero no encima. Me parece muy importante no recibir jamás un mensaje del tipo: ´Te vi en tele, tenías los labios muy rojos... ¡¿Por qué?!´”, dispara. “Hoy, después de tanto, ella y yo tenemos poco vínculo. Poco. Pero más noble, eso sí. Más verdadero”.
 
No se sintió menos querida, pero señala: “Siempre fui criada como un varón. Me tenían con el pelito así, muy corto. Tal vez era yo misma la de la impronta machito”. Porque según relata “si no me hacía el pibito, ¿quién hubiese parado los ataques de Valeria? Mi hermana era una gran mordedora”. Y entre tanto, “papá me compraba autitos”. Evoca un Volkswagen amarillo, a cuerda, que le dio con el mismo entusiasmo con el que se lo habían venido. Pero bien valía como alternativa a los juguetes importados que ostentaban sus primos. “Tenían los muñecos de Kiss. ¡Enormes! Mientras en casa, lo más grande que teníamos era la silueta de cartón de la china de Kodak”, relata. Jugaba en soledad. Y para tener alumnos en sus “clases”, recorría la cuadra. “El día que me di cuenta de que me quedaría sola en la vida, salí a buscarlos. Golpeaba casa por casa. ‘¿Señora, puede venir su hijo a jugar conmigo?’. Y de atrás los nenes gritaban: ´¡No quiero! ¡No quiero!´. Llegué a darles monedas para que viniesen”, relata. Recibió a Barbarita, su primera muñeca, recién a los ocho años. Barbarita fue decapitada luego por Valeria y suturada por su madre. “Con bigotes dibujados y operada, la quise más a que ninguna”, dice Leticia. “Siempre fui una madre diferente. Una chica diferente”.
 
Eran tres cuadras del colegio hasta su casa. “Mientras caminaba iba siguiendo mi reflejo en las vidrieras”, cuenta. “Un día, al llegar a Bucarelli, me detuve. Y colgué viendo mi cara. Me acuerdo que pensé: ´Huy, solo tengo nueve años´. Yo quería ser vieja, como de 63. Tal vez para tener ideales más fuertes y otra cabeza con la que mirar la vida. Con la que poder solucionarla”, dice. “Siempre supe que no iba a ser la de los domingos en familia. Ni la de los cinco pibes. Ni la hija ejemplar. ¡Ay, las nenas que esperaban su fiesta de 15! ¡Qué hambre! Mi única ilusión era ser actriz. Era ser Raffaella Carrá. La miraba en la tele y pensaba: ´¿Quién es esta mujer que se mueve así? A ver qué dice...´. Pretendía tener ese imán. Solo ese imán”, relata. “Ya a esa altura yo quería irme de casa. Que explotara todo. Bueno, en realidad, que explotara yo. Y que algo pasara”.
 
Se aproximaban ya las tormentas familiares. Y la ficción televisiva, entre el 85 y el 87, resultaba un gran refugio. “Me encerraba a ver novelas para no escuchar los gritos de mis padres”, recuerda. “Papá y mamá peleaban mucho. Mucho. Eran peleas con muchas cosas por la cabeza y a mí me gustaba pararme en medio y gritarles: ´¡Basta, basta!´. Pensaba: ´¡Ay, estos dos! Tienen un proyecto que ya pasó'. Pero así fuimos criados, creyendo que debemos estar mucho tiempo con la misma persona. Dando por hecho que amarnos es vivir juntos en la misma casa”, dice. “Tenía 10, 11 años, y me daba cuenta de que había un gran dolor que nos atravesaba a los cinco. Pero bueno.... Mientras, ellos se tiraban de las mechas como dos minitas”. Finalmente se separaron. “Y fue una linda liberación”, describe. Nunca necesitó terapia. Entre textos de Grotowski, Molière o Stanislavski, Norman Briski “atendió” su cabeza en cada clase, “a las que había que ir de azul, sin marcas visibles, zapatillas blancas y, casualmente –advierte– con algo para anotar”.
 
Escuchó a su madre repetir, una y mil veces, que nunca había sabido defenderse de los hombres, y mucho menos de su marido. Pero Leticia tiene otra mirada, “un tanto más amorosa”, como la personalidad de su padre. “No sé, debe haber sido un gran ladrón”, bromea Leticia sobre el quehacer de Franco Romeo. “Era plomero pero cuando sonaba el teléfono, él nos decía: ´¡Digan que no estoy! ¡Digan que no estoy!´. Así que no sé por qué teníamos dos autos, dos televisores... Bueno, en realidad uno, porque el otro lo rompieron discutiendo”, cuenta con gracia. “Aunque de lo que más sabe es de hacer casas. Él podría ser ingeniero, arquitecto, maestro mayor de obras... Papá viene de una familia de científicos. ¡Uno de mis tíos hace unas cremas con baba de caracol que son una maravilla!”, relata. “Siempre miraba carreras de motos y de Fórmula 1. Y así, bien tano, de esos que llegaron del barco con sangre caliente, le escribía cartas a Jacques Villeneuve, a Randy Mamola, a todos sus deportistas. Mi hermana y yo nos sabíamos la vida de todos ellos. ¡Es un romántico mi viejo!”.
 
Sus hermanas son, además de su “bendición”, un capítulo aparte. Tal vez, su preferido. Marisa, “la más culta de las tres”, es catequista, maestra de teatro “y de otras tantas cosas” y, además, madre de la actriz Ananda Brédice. Fue, sin dudas, la responsable de su vida espiritual. “Ella me enseñó a acércame a Dios y a la Virgen”, cuenta Leticia. “Teníamos una tía que fue madre superiora de las Benedictinas y secretaria en el Vaticano durante muchos años. Y habrá influenciado de algún modo porque, con el tiempo, Marisa se convirtió en ´la elegida´. Tiene una voz espectacular, una actitud, una luz...”, describe. “Iba a ser monja. ¿Pero qué pasó? ¡Quedó embarazada!”, dice con humor. “Ella siempre fue a terapia. Y yo, tal vez sin mucho para hacer, le decía: ´¿Puedo ir con vos?´. Entonces la acompañaba a sus sesiones. Me acuerdo que su psicóloga me decía: ´¿Y vos qué pensás de lo que cuenta?´. ¡Fue tan lindo! Porque yo vi cómo lloraba mucho de lo que hoy charlamos. Ahora somos dos mujeres riéndonos de la vida”, asegura. Valeria es maquilladora. “Cuando volví de Italia (donde fue premiada en 1987 tras su debut en cine), le dije: ´¿Y ahora qué hago? ¿Le pido trabajo a (Rodolfo) Ledo?´. Y ella me respondió: ´Nunca, jamás, dudes de vos´. Sigue siendo así, inteligente y frontal. A veces me reta: ´¡Pero sos estúpida! ¡¿Qué pusiste en las redes que todo el mundo habla de vos?!’. `Bueno, ya lo bajo...´”.
 
Hablamos del “modo Brédice” de ser mamá. “Yo crio a mi hijo con verdad. Es el cimiento de todo lo demás”, asegura. “Siempre me ocupó el hecho de que sea un hombre bueno, con coherencia social. Le enseñé a ser amigo de los diferentes, de los marginados. Como lo hacía yo, tan defensora de los débiles”, completa. “Aquí no se levanta la voz ni se pronuncian frases como: ´¡No voy a decírtelo dos veces!´. Y nadie se asusta si se rompe un vaso. Porque a mí me pasaba eso”, cuenta. “De chica sentía terror cuando me pasaba. Y de grande también. Por ahí si se me rompía algo, mis parejas me decían: ´¡¿Pero por qué te asustás tanto?!´, ´¡Por si te enojás...!´”, recuerda. Indio se educó, por sugerencia de Cecilia Roth, según la metodología Waldorf, basada en una instrucción libre, que fomenta la autonomía del alumno para adquirir conocimientos en un proceso que potencia sus habilidades y talentos personales. No dirá que es estudioso al punto de no llevarse materias. Ni que es un genio en matemática. Ni que, “de tanto en tanto”, cantan juntos y tocan la guitarra. Ni que entrena o que come saludable. ¡Y muchas veces se cocina! Ni dirá que es formal hasta en el saludo. Porque, como explica, “ya es adolescente y me prohíbe que lo mencione”.
 
Pero el orgullo le gana y viaja al origen por un ratito. Fue a parir en bombacha, “porque me daba pudor”, dispara. “Pedí que le hicieran un tajo sin quitarla y nadie me hizo caso”. Aunque no iniciaremos ahí. Sino desde su lucha por un nombre. “Anoté a mi hijo al tercer mes... Bueno, me relajo. ¡Así soy yo!”, dice con gracia. Y con tanta mala suerte que el funcionario del registro que la recibió ya la había visto presentando a su bebé en el living de Susana Giménez. “Claro, ella me contó que un perrito que tenía con Ricardo (Darín) se había llamado Indio. Y tal vez el señor creyó que nos burlábamos”, concluye Leticia. “Ni bien aparecí, se puso como loco: ´¡Usted y Susana, vuelvan al colegio! Porque no conocen la Constitución Nacional. Aquí no se pone cualquier nombre´, me gritó. Entonces volví a casa. Escribí un monólogo sobre los pueblos originarios de América y toda una historia sobre el Indio Solari, cual fanática. Que no lo soy. Se lo llevé entusiasmada, pero tampoco me dejó anotarlo”, recuerda. “Me tiró un libro y me dijo que mirara una lista de nombres chinos, a ver si alguno me gustaba. Pero yo insistía. Por lo que pareció aflojar poniendo una condición: ´Tráigame el DNI de alguien argentino con ese nombre y se lo acepto´. Bien... ¡Lo encontré! Era un aborígen del norte, creo que de Tucumán. Pero el señor, no tenía documento”, cuenta Brédice.
 
“No soy nadie, pero estoy convencida de que el Universo habla”, dice Brédice, anticipando el remate de su periplo. “Una tarde, muchos años después, subo a un taxi. El chofer me mira por el retrovisor y me dice: ´¿Sabés quién soy yo? El que no te dejó ponerle Indio a tu hijo. ¿Viste cómo es la vida?´. ¡Me quedé helada! No pude ni siquiera asentir. Ese tipo que hoy me preguntaba por Indio, me había hecho sentir pésimo. Porque realmente lo pasé mal”, recuerda. “Yo quería llamar Indio a mi hijo porque cuando papá, que es europeo, peleaba con mamá, que es criolla, en tono de ofensa le gritaba: ´¡Andá, India!´. Y yo no entendía el insulto: ´Pero si son divinos... ¡Están pintados como quieren y bailan mejor que nadie!’”, decía. “Me encantó desde aquel momento. Intenté ponerle Indio Argentino, pero a Sanguinetti no le gustó. Después fui por Indio Luna, pero parece que había sido una ex novia...”, cuenta. En definitiva, Indio se llama Xul para la ley. Que significa ´Sol´. Xul Salvador. Y solo lleva el nombre que obsesionó a su mamá impreso en la estampita de su bautismo: “Un documento más que válido para mí”, sentencia Leticia.
 
Entonces, el amor. Y las lecciones que ha dejado después de tanto rock & roll. En esos terrenos, que tantas veces la han vuelto “una boba que pierde noción de tiempo y espacio”, Leticia dice haber aprendido “a hacer muchas canciones”. Pero, principalmente, “que nada es más eficaz ni conveniente que serse fiel a uno mismo”. Porque como asegura, “ya hay amores que no me sirven. Esas parejas que no se pueden decir, que no deben saberse.... No. Lo más complicado del amor es decir siempre la verdad”, sentencia. “Yo me permito, me exijo, decirle a alguien que lo amo, por más que la próxima semana no esté más enamorada”, dice. “Cuando quiero, quiero mucho. Pero de repente ya no quiero más. Y quiero a otro. Pero lo más simpático de todo esto es que, la última, siempre me parece la vez que más quiero. Me gusta enloquecer de amor aunque sea por un ratito”.
 
Cree haberse equivocado “mucho” solo una vez: cuando decidió separarse del productor Pablo Bossi, en inicios del milenio. Quien, además, fuera productor de Nueve reinas (2000), Almejas y mejillones (2000), Kamchatka (2002) y Francisco, el padre Jorge (2015), en las que Leticia puso su arte. “Pablo es un hombre brillante a quien sigo consultando porque me enseña muchísimo. Me opina muy bien. Me sabe muy bien”, asegura. Pudo haberse casado. “En aquel momento no tuve el coraje ni la habilidad de hacerle frente a ese amor”, confiesa. “Con él firmé un maravilloso contrato de exclusividad, pero... Yo era muy chica. Y de repente fui muy mujer. Un día le dije: ´Voy a tener otro novio´. Y cada uno siguió su vida. Qué sé yo, esas cosas de la actriz, de la libertad... ¡Por no pegarme, me la pequé yo!”, cuenta. “Él sabe que fue el amor de mi vida y yo, que no está bueno cruzarse de río porque sí. Hay que seguir bebiendo del agua que te hace bien”.
 
A los 22 se enamoró de una mujer “inusitada”. Y no volvió a encontrar su esencia en ninguna otra a lo largo de los tantos encuentros fortuitos –”y no tanto”– que ha tenido en su vida. “Me volvía loca. Me encantaba estar con ella. Su forma. Su olor. Todo. Me había enamorado con tanta locura...”, explica haciéndose un poco niña. “Pero no me quería. Tenía otras novias. No gustaba de mí. Nunca más volví a enamorarme de una chica. Y creo que fue porque amé demasiado a esa”, reflexiona. “Soy bisexual desde muy niña. Desde muy niña. Cuando decidí que ya nadie me diría qué sexo debía gustarme. Siempre me pareció antinatural, ilógico, incomprensible. Nunca registré géneros ni modos determinados de ser varón o mujer”.
 
A la fecha y hora de esta conversación, Leticia está “single pero nunca solitaria”, dice. “Hoy me doy cuenta de que estoy enamorada de mi ser actriz, de mí y de todo lo que tuve que trabajar conmigo durante toda esa niñez preciosa y tremenda. Y eso me moviliza mucho más que a seguirle el ritmo a un compañero”, describe. “Ahora estoy contenta conmigo sola. Entonces me sorprendo. Me gusto como mina, como mujer. Tanto que hasta creo que no podría estar más enamorada de otro más que de mí misma. Y me encanta. Después de todo, en esta vida, solo tengo disciplina para en quererme”.
 
Plantea un ejemplo. “Cuando estábamos rodando Cenizas del paraíso (Marcelo Piñeyro, 1997), nos ofrecían sándwiches de jamón serrano. Cuando hice ¿Sabés nadar? (Diego Kaplan, 2002), no teníamos idea de si comeríamos. Así es la vida del actor. Bueno... En realidad, la de cualquier argentino”, dice Leticia. Hablamos del vínculo con la guita. De un presente económico que podría haber sido otro para ´la´ actriz de los 90. La chica Patagonik. Tironeada, en su momento, por España y por Italia. La única que duplicaba cualquier oferta inicial. “Un jueves me dijeron: `Ojo que se viene un corralito´. El viernes no tenía más plata”, cuenta. Perdió un auto por “problemas de papeles”. Según dice, ayuda mucho a los demás, convencida “de que de esa forma siempre vuelve”. Y solo sabe gastar “en comer bien, en un sitio caro”. Porque dejó de coleccionar. “Mirá si tenía plata que compraba máquinas de coser Singer, latas y cositas de almacén”, revela. Brédice no ahorra “ni para Aspen ni para una casa en Nordelta ni para una absurda cartera de marca que no necesito ni ansío tener”. Aceptó participar en Bailando (2019), según dijo aquella vez, para pagar las facturas del agua. “Sí, claro. Pero... ¿No te conté? Un año después descubrieron que había un caño roto. ¡Por eso me salía tan cara!”, desliza con humor. En realidad, “nunca me angustió el dinero, sí dejar de laburar”, dice. Finalizadas ya las grabaciones de La 1-5/18, ElTrece (que “jamás vi para no discriminarme ni juzgarme”), Brédice se adentró al rodaje de un piloto sobre una ficción que ironiza el universo de las docuseries, con posibilidades de venta a una importante plataforma de streaming internacional. “Este medio te vuelve como en una niña rica y podés ser una gran pelotuda caprichosa si te quedás con esa. La ostentación no le hace bien al actor. Al menos, a mí me pasa, que cuando veo algo así... ¡No te creo más!”. Finalmente, ya es actriz. “Y eso es un montón para mí”, concluye. “¡Decime! ¿Podría querer más plata?”.
 
Dice que constela hasta en lo taxis. En realidad, que “nadie constela mejor que los taxistas”. Era alguna Nochevieja. “Un 31 de diciembre de no hace mucho”, precisa. “Sí, esos días que te ponen... (hace gesto de hastío). Hummm. No estaba bien. Nada bien. ¡Pero había que estar feliz!”, dispara con humor. “Ya había tocado tres puertas. Tres timbres. En tres casas. Esperando, no sé, que alguien me dijera: ´Vamos a San Telmo que hay un baile´. Nadie. ¿Nadie en ninguna? Me lo hacen a mí... A eso de las dos y media de la mañana del primero de enero, pateando el Año Nuevo que nunca había existido para mí, me subí al cuarto taxi sobre la avenida Córdoba. El tachero me miró y me dijo: ´Yo sé quien sos vos´. ´Ah, ¿si?´, le contesté y me puse de cara la ventanilla. Ya venía fastidiosa. Diez cuadras después. Repitió: ´Yo sé quién sos vos, pero no voy a joderte´. Le dije: ´¡Ah, muchas gracias!´. Y al llegar a casa insistió: ´Vos sos...´. Entonces, harta, muy harta, le grité: ´¡Nancy Dupláa soy! ¡Nancy Dupláa!´. Él me miró con ternura y me dijo: ´No, vos sos la Leti. Pero hoy no sos la Leti´. Y me mató”, recuerda.
 
Entonces baja la bandera de otra anécdota más. Otro taxi. Otro taxista. “Salía de ver a Sabina o a Serrat, ya no lo sé. Luna Park. Madrugada. Nadie en la calle. Yo, preciosa. Vestida de blanco. La Reina del Nilo. Pero estaba triste y el tachero se dio cuenta”, relata. “´¿A dónde vas así?´, me preguntó. Le dije: ´A lo de un hombre con el que no debo estar. Porque me roba. Porque es malo conmigo. Pero lo quiero demasiado´. Y vaya si no serán los mejores filósofos, que paró el auto, se dio vuelta, me miró con los ojos más de ángel que había visto en la vida, y me dijo: ´Vos sabés muy bien qué debés hacer. Lo sabés. Está bien, yo voy a llevarte. Hoy disfrutalo. Mañana, lo dejás...´. Y así lo hice. Con la misma simpleza con la que él me lo planteó. Nunca me olvidé de ese señor”, revela. “A veces, la gente que te toca el corazón es la menos pensada”.
 
Otoño italiano del 94. Palacio de los Congresos en el Lido veneciano. Un tango de Milva sonaba detrás. Leticia todavía agradecía los vítores del público por la distinción que le valió su protagónico en Anni rebelli (filme de Rosalia Polizzi) cuando se le acercó una señora de “stiletto inquieto y modo irreverente”. Se presentó como Rossana, publicista de Nastassja Kinskie e Isabella Rossellini, entre otras tantas. “Quedate aquí, en Italia, voy a representarte”, le dijo. “Vas a vivir en mi casa hasta aprender italiano y después te pago algún buen departamento de alquiler”, prometió. Pero Leticia sabía que esa propuesta no sería para ella ni siquiera un vago intento. “Estaba preparada como actriz, pero no como persona”, reflexiona. “Tenía en mi país una vida preciosa. Sentía en mi interior una voz que repetía: ´En casa vas a estar muy bien´. Eso me pasa con Buenos Aires”, dice. “Me enamora su folclore. ¿Cómo iba a dejar mis cenas con la Negra (Mercedes Sosa) después de algún teatro? ¿Y mis charlas con Rita (Cortese)? ¿Y el rock con Charly (García)? ¿Y mis viajes en taxi? ¡¿Y los taxistas?!”, enumera. “Cada tanto salgo a caminar por Belgrano y voy saludando a todos. Me gusta que las señoras me digan: ´¡Vení acá, che, y dame un abrazo!´. ´¿Nos conocemos?´. ´¡Pero claro, si yo siempre te veo!´”. Nunca perdió aquella maña. En cada vidriera sigue el reflejo de su cara: “Y, ¿sabés?”, me dice. “Veo una mujer honesta, siempre honesta. Eso me gusta. Me gusto mucho... ¡Pará, voy a escribir esto en mi libreta!”.
Con información de Teleshow

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