Trampas y dilemas del desencanto electoral
Por:
                        Luciano Román                     
                                    
                     Jueves                     23 de
                     Octubre                     2025                  
                              
               
               
                              Desgano y apatía parecen definir el clima que envuelve a la ciudadanía ante la elección de medio término; una especie de “desmotivación cívica” se ha convertido en la nota saliente del paisaje político
                           
                                                                                                                                                                        
                        Un periodista y escritor cuenta en una entrevista que está “divorciándose” de la Argentina, aunque eso no implica irse a vivir afuera, sino simplemente “dejarse de hablar” con el país; tomar distancia emocional y apartarse de la conversación pública.
 
En la sobremesa de una reunión social, dos profesionales coinciden en que, por primera vez en su vida, este año decidieron no ir a votar. La edad ya los exime de la obligatoriedad. Nadie a su alrededor intenta convencerlos de que lo hagan. Otros cuentan que irán el domingo a las urnas, pero “sin ningún entusiasmo”. Esa mezcla de desilusión, desgano y apatía parece definir el clima que envuelve a la ciudadanía ante la elección de medio término.
 
Una especie de “desmotivación cívica” se ha convertido en la nota saliente del paisaje electoral. Aun muchos de los que tienen claro su voto en una u otra dirección muestran falta de interés, como si se tratara de una opción resignada, “a reglamento”. La conversación política ha perdido intensidad. En mesas familiares o de amigos, en las que antes ocupaba un lugar central y convocaba, incluso, cierto tono apasionado, hoy el tema se elude con naturalidad. Las series de Netflix, el deporte y el anecdotario personal desplazan casi por completo el análisis o las discusiones sobre las vicisitudes políticas. Eso no se ha producido por las buenas razones, que serían que la cosa pública marchara más o menos bien y el interés ciudadano se deslizara hacia otros temas, sino por el hartazgo y la fatiga que genera el tono del debate público. Hay una muletilla que, aún a riesgo de empobrecer el lenguaje, sintetiza de algún modo ese estado de ánimo: “¿Qué querés que te diga?”. Se recurre a ella con tono casi melancólico en el que subyace el desencanto, pero, a la vez, la intención de replegarse, de no opinar ni a favor ni en contra, tal vez para no sumarse al coro de afirmaciones o descalificaciones tajantes que imponen los núcleos fanatizados que hoy dominan la política.
 
Muchos encuentran pocas razones para defender en público su opción electoral. “Una cosa es que los vote y otra que los defienda”, dice con franqueza alguien que intenta resumir el espíritu de ese voto a reglamento. Las convicciones y los argumentos se han ido debilitando. Se impone, además, un clima de incertidumbre política y económica en el que creer cuesta cada vez más.
 
La indiferencia se refleja en la campaña electoral. A pocos días de la elección, casi no se ven en las ciudades las clásicas mesas partidarias en las que se reparten volantes y boletas. Los actos políticos parecen un formato en extinción, mientras muchos candidatos eluden incluso las entrevistas para no exponerse a preguntas o definiciones incómodas. Salvo las breves incursiones del Presidente por capitales del interior y algunos distritos del conurbano, no hay casi movilizaciones electorales, mucho menos que dependan de una participación espontánea. Los dirigentes parecen hablarles solo a sus militantes, lo que acentúa en muchas personas esa sensación de quedar afuera.
 
El diagnóstico está claro. Las encuestas confirman que un amplio sector del electorado (entre el 60 y el 70 por ciento, según varios sondeos) está “desenganchado” del debate político. Un análisis coincidente de varias consultoras señala que el 81 por ciento de las menciones en redes sociales sobre el proceso electoral son negativas. El termómetro del ánimo social de la encuestadora Moiguer revela que, por primera vez desde que asumió Milei, el pesimismo se impone sobre el optimismo: ya son mayoría los que creen que el futuro “será peor”. Surge, entonces, una pregunta de fondo: ¿cuáles son las consecuencias a mediano y largo plazo de este clima en el que la desesperanza se combina con indiferencia, fatiga y apatía ciudadana?
 
El fenómeno parece esconder una trampa: la degradación de la política alimenta ese clima de decepción, pero el desánimo favorece, a la vez, el deterioro del sistema político. Parece un juego de palabras, pero en esa paradoja se resume el peligro del repliegue ciudadano. ¿Cómo surgirían nuevos liderazgos si no es con la participación y el compromiso de un electorado activo e interesado en promover determinados cambios?
 
Por acción o por omisión, la actitud de la sociedad siempre resulta determinante. Retirarse puede implicar cierta comodidad, pero también es una elección. Si se consolidara esa suerte de “exilio cívico”, el poder quedaría en manos de minorías sostenidas por núcleos duros y fanatizados. Se debilitaría más la representatividad democrática y se produciría, tal vez de una manera gradual e imperceptible, una erosión del propio sistema institucional.
 
En esta atmósfera, se hace más difícil la incorporación de nuevos actores en la escena política. Se ve, entonces, un dominio de “los de siempre”, los que viven del Estado y de los cargos, y la aparición de figuras que, sin tener nada que perder, se meten en la política casi como un juego de vanidades y excentricidad. El desánimo ha hecho que muchos ciudadanos se retiren del debate y la participación electoral, pero también ha promovido el exilio interior de un gran número de dirigentes y funcionarios valiosos que se han ido no solo de la competencia política, sino también de la discusión pública: optaron por el ostracismo.
 
El desgano colectivo, sin embargo, tendría consecuencias más allá de la puja electoral. ¿Puede crecer y evolucionar una sociedad si no es sobre la base de expectativas y una dosis de entusiasmo racional? El desinterés se expresa con una mayor nitidez en la instancia de ir a votar, pero también tiene manifestaciones silenciosas que son más difíciles de identificar. La pérdida de confianza en la política determina decisiones personales, empresariales e institucionales. ¿No hay una conexión entre la apatía electoral y la intención de muchos jóvenes de irse del país? ¿No se explica por ese mismo fenómeno la resistencia de millones de argentinos a sacar los dólares del colchón o a traerlos del exterior? ¿El repliegue cívico no va acompañado de un repliegue de la iniciativa privada? El pesimismo y la desesperanza, ¿no debilitan la vitalidad de una sociedad?
 
Si reconocemos esas conexiones, surge, inevitable, otra pregunta incómoda: ¿cómo se recuperan la confianza y las expectativas en un país que carga con pesadas frustraciones y desencantos sucesivos? Nadie podría negar, por supuesto, que ese clima de apatía y decepción tiene buenos argumentos en una Argentina que ha oscilado entre un fracaso y otro. Pero ¿cuál es la opción? ¿Divorciarse del país como propone alguien con espíritu provocador? ¿O asumir nuestra responsabilidad ciudadana y esforzarnos en la búsqueda de nuevos liderazgos y en marcar los límites que creamos necesarios?
 
Es cierto que las expectativas duran cada vez menos y que muchos procesos que despertaron la ilusión de algo mejor o algo nuevo han defraudado a buena parte de sus electorados, convirtiéndose en fenómenos fugaces. La impaciencia social también es una marca de estos tiempos, y la dirigencia en general debe lidiar con ella. En ese contexto, hay, como siempre, un desafío para la política, pero también para la sociedad.
 
La Argentina necesita dirigentes capaces de proponer nuevas ideas, generar confianza y trazar un horizonte, pero también necesita una ciudadanía dispuesta a asumir su responsabilidad en ese juego. Tal vez sería una buena noticia que asomara la prudencia electoral, que no es lo mismo que la indiferencia y la apatía, sino que se parece más a la actitud selectiva y racional de un votante responsable. Los entusiasmos coyunturales nunca han sido muy propicios, y de hecho merecerían una autocrítica de amplias franjas del electorado. ¿No ha dominado cierto pensamiento mágico en la búsqueda de atajos, liderazgos mesiánicos y soluciones súbitas? Pero la angustia que se expresó alguna vez en el “que se vayan todos” tampoco ha sido un camino a la normalidad. ¿Aprenderemos de nuestras propias frustraciones? ¿Nos dejaremos vencer por la desesperanza? ¿Haremos de la desilusión una sentencia definitiva o será un impulso para la construcción de alternativas? El domingo que viene se empezarán a bosquejar las respuestas.
												 
							 
					
																	 
							 
					
																	 
                     
                                                                  En la sobremesa de una reunión social, dos profesionales coinciden en que, por primera vez en su vida, este año decidieron no ir a votar. La edad ya los exime de la obligatoriedad. Nadie a su alrededor intenta convencerlos de que lo hagan. Otros cuentan que irán el domingo a las urnas, pero “sin ningún entusiasmo”. Esa mezcla de desilusión, desgano y apatía parece definir el clima que envuelve a la ciudadanía ante la elección de medio término.
Una especie de “desmotivación cívica” se ha convertido en la nota saliente del paisaje electoral. Aun muchos de los que tienen claro su voto en una u otra dirección muestran falta de interés, como si se tratara de una opción resignada, “a reglamento”. La conversación política ha perdido intensidad. En mesas familiares o de amigos, en las que antes ocupaba un lugar central y convocaba, incluso, cierto tono apasionado, hoy el tema se elude con naturalidad. Las series de Netflix, el deporte y el anecdotario personal desplazan casi por completo el análisis o las discusiones sobre las vicisitudes políticas. Eso no se ha producido por las buenas razones, que serían que la cosa pública marchara más o menos bien y el interés ciudadano se deslizara hacia otros temas, sino por el hartazgo y la fatiga que genera el tono del debate público. Hay una muletilla que, aún a riesgo de empobrecer el lenguaje, sintetiza de algún modo ese estado de ánimo: “¿Qué querés que te diga?”. Se recurre a ella con tono casi melancólico en el que subyace el desencanto, pero, a la vez, la intención de replegarse, de no opinar ni a favor ni en contra, tal vez para no sumarse al coro de afirmaciones o descalificaciones tajantes que imponen los núcleos fanatizados que hoy dominan la política.
Muchos encuentran pocas razones para defender en público su opción electoral. “Una cosa es que los vote y otra que los defienda”, dice con franqueza alguien que intenta resumir el espíritu de ese voto a reglamento. Las convicciones y los argumentos se han ido debilitando. Se impone, además, un clima de incertidumbre política y económica en el que creer cuesta cada vez más.
La indiferencia se refleja en la campaña electoral. A pocos días de la elección, casi no se ven en las ciudades las clásicas mesas partidarias en las que se reparten volantes y boletas. Los actos políticos parecen un formato en extinción, mientras muchos candidatos eluden incluso las entrevistas para no exponerse a preguntas o definiciones incómodas. Salvo las breves incursiones del Presidente por capitales del interior y algunos distritos del conurbano, no hay casi movilizaciones electorales, mucho menos que dependan de una participación espontánea. Los dirigentes parecen hablarles solo a sus militantes, lo que acentúa en muchas personas esa sensación de quedar afuera.
El diagnóstico está claro. Las encuestas confirman que un amplio sector del electorado (entre el 60 y el 70 por ciento, según varios sondeos) está “desenganchado” del debate político. Un análisis coincidente de varias consultoras señala que el 81 por ciento de las menciones en redes sociales sobre el proceso electoral son negativas. El termómetro del ánimo social de la encuestadora Moiguer revela que, por primera vez desde que asumió Milei, el pesimismo se impone sobre el optimismo: ya son mayoría los que creen que el futuro “será peor”. Surge, entonces, una pregunta de fondo: ¿cuáles son las consecuencias a mediano y largo plazo de este clima en el que la desesperanza se combina con indiferencia, fatiga y apatía ciudadana?
El fenómeno parece esconder una trampa: la degradación de la política alimenta ese clima de decepción, pero el desánimo favorece, a la vez, el deterioro del sistema político. Parece un juego de palabras, pero en esa paradoja se resume el peligro del repliegue ciudadano. ¿Cómo surgirían nuevos liderazgos si no es con la participación y el compromiso de un electorado activo e interesado en promover determinados cambios?
Por acción o por omisión, la actitud de la sociedad siempre resulta determinante. Retirarse puede implicar cierta comodidad, pero también es una elección. Si se consolidara esa suerte de “exilio cívico”, el poder quedaría en manos de minorías sostenidas por núcleos duros y fanatizados. Se debilitaría más la representatividad democrática y se produciría, tal vez de una manera gradual e imperceptible, una erosión del propio sistema institucional.
En esta atmósfera, se hace más difícil la incorporación de nuevos actores en la escena política. Se ve, entonces, un dominio de “los de siempre”, los que viven del Estado y de los cargos, y la aparición de figuras que, sin tener nada que perder, se meten en la política casi como un juego de vanidades y excentricidad. El desánimo ha hecho que muchos ciudadanos se retiren del debate y la participación electoral, pero también ha promovido el exilio interior de un gran número de dirigentes y funcionarios valiosos que se han ido no solo de la competencia política, sino también de la discusión pública: optaron por el ostracismo.
El desgano colectivo, sin embargo, tendría consecuencias más allá de la puja electoral. ¿Puede crecer y evolucionar una sociedad si no es sobre la base de expectativas y una dosis de entusiasmo racional? El desinterés se expresa con una mayor nitidez en la instancia de ir a votar, pero también tiene manifestaciones silenciosas que son más difíciles de identificar. La pérdida de confianza en la política determina decisiones personales, empresariales e institucionales. ¿No hay una conexión entre la apatía electoral y la intención de muchos jóvenes de irse del país? ¿No se explica por ese mismo fenómeno la resistencia de millones de argentinos a sacar los dólares del colchón o a traerlos del exterior? ¿El repliegue cívico no va acompañado de un repliegue de la iniciativa privada? El pesimismo y la desesperanza, ¿no debilitan la vitalidad de una sociedad?
Si reconocemos esas conexiones, surge, inevitable, otra pregunta incómoda: ¿cómo se recuperan la confianza y las expectativas en un país que carga con pesadas frustraciones y desencantos sucesivos? Nadie podría negar, por supuesto, que ese clima de apatía y decepción tiene buenos argumentos en una Argentina que ha oscilado entre un fracaso y otro. Pero ¿cuál es la opción? ¿Divorciarse del país como propone alguien con espíritu provocador? ¿O asumir nuestra responsabilidad ciudadana y esforzarnos en la búsqueda de nuevos liderazgos y en marcar los límites que creamos necesarios?
Es cierto que las expectativas duran cada vez menos y que muchos procesos que despertaron la ilusión de algo mejor o algo nuevo han defraudado a buena parte de sus electorados, convirtiéndose en fenómenos fugaces. La impaciencia social también es una marca de estos tiempos, y la dirigencia en general debe lidiar con ella. En ese contexto, hay, como siempre, un desafío para la política, pero también para la sociedad.
La Argentina necesita dirigentes capaces de proponer nuevas ideas, generar confianza y trazar un horizonte, pero también necesita una ciudadanía dispuesta a asumir su responsabilidad en ese juego. Tal vez sería una buena noticia que asomara la prudencia electoral, que no es lo mismo que la indiferencia y la apatía, sino que se parece más a la actitud selectiva y racional de un votante responsable. Los entusiasmos coyunturales nunca han sido muy propicios, y de hecho merecerían una autocrítica de amplias franjas del electorado. ¿No ha dominado cierto pensamiento mágico en la búsqueda de atajos, liderazgos mesiánicos y soluciones súbitas? Pero la angustia que se expresó alguna vez en el “que se vayan todos” tampoco ha sido un camino a la normalidad. ¿Aprenderemos de nuestras propias frustraciones? ¿Nos dejaremos vencer por la desesperanza? ¿Haremos de la desilusión una sentencia definitiva o será un impulso para la construcción de alternativas? El domingo que viene se empezarán a bosquejar las respuestas.
Con información de
                              La Nación                           
                                          Marcelo Garrido sostiene que el 26-10 no causará fracturas internas en Unidos "si no hay soberbia"
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