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El tozudo millonario prusiano que venció a la leyenda y desenterró a Troya

Por: Alfredo Serra
Sábado 12 de Enero 2019

De niño leyó La Ilíada y La Odisea, obras cumbres de Homero, y siguió esos textos como guía para excavar
La ciudad de Troya –leyenda, mito, realidad– no fue una: fueron nueve, una sobre otra, desde el tercer milenio antes de Cristo hasta la destrucción de la última, alrededor del 1250 de la era precristiana.
 
Hasta el siglo VIII fue un lugar tan fantasmal como los hechos allí sucedidos: pura tradición oral…
 
Cobró sustancia, vida real, a partir de las dos grandes obras épicas griegas: La Ilíada y la Odisea, escritas por Homero. Otro enigma, salvo que vivió y murió en el siglo VIII antes de nuestra era, que nació en Esmirna, Turquía, y que murió en Grecia, ciego, nada se sabe de él.
 
Quizá el misterio de Troya, por intervención de los dioses griegos, esperaba su Lázaro para levantarse y andar.
 
Si así fue –todo es posible entre el Cielo y la Tierra–, ese hombre providencial fue un tozudo prusiano llegado al mundo el 6 de enero de 1822 en Neubukow, Gran Ducado de Meclemburgo-Strelitz, hijo de un modesto pastor protestante sin dinero, pero culto, que lo inclinó a leer los dos poemas.
 
Empezaba la gran historia…
 
El elegido por el destino fue llamado Johann Ludwig Heinrich Julius Schliemann, pero pasaría a la fama con una versión abreviada: Heinrich Schliemann.
 
En adelante, apenas desde sus 7 años, el niño se abrazaría a tres libros: los dos de Homero, y la Historia Universal de Georg Ludwig Jerrers… con un grabado decisivo: Eneas, con su padre Anquises y su hijo Ascanio, huyendo de Troya en llamas.
 
Pero pasarían muchos años y muchos avatares antes de que el hombre se enfrentara a las todavía ocultas ruinas de Troya.
 
A los 14, quebrado su padre, abandonó los estudios y trabajó como tendero durante un lustro. Harto de mostradores y ávido de aventuras, se embarcó hacia Venezuela, pero la nave naufragó en las costas de Holanda, y él se salvó, con algunos compañeros, en un bote salvavidas.
 
Siguieron los trabajos y los días: agente naviero, empleado de comercio –trabajos rutinarios–, pero dotado de un toque casi mágico para aprender idiomas. A los 22 hablaba siete, a los 24 agregó el ruso, y como empleado de una empresa exportadora fue enviado a San Petersburgo y a Moscú.
 
Corría 1846. Para él, su gran despegue. Abrió una oficina de reventa de polvo de oro, y cumplió sus 30 años dueño de una fortuna…
 
Primer matrimonio: la aristócrata rusa Ekaterina Lishin. Diecisiete años bastante tormentosos, tres hijos, divorcio, y la sospecha de que la dejó sin un rublo… Además, ya dominaba 15 idiomas, y no tardó en correr a los brazos de Sophia Engastromenos, espléndida niña de 17 años: boda y dos hijos con nombres de personajes homéricos: Andrómaca y Agamenón.
 
Y por fin, siguiendo el guión trazado por el poeta en sus dos obras, y a pesar de la fuerte corriente geográfica e histórica que negaba la existencia de Troya, recorrió Grecia y Asia menor, y en 1870, a sus 48 años, empezó a excavar…
 
¿El lugar?: la colina de Hisarlik, Turquía, hollada siete años antes por el arqueólogo británico Frank Calvert, aunque sin lograr un resultado prometedor.
 
Pero el único escollo no eran las ruinas. Schliemann no era arqueólogo –ese título le sería concedido mucho después–, y su avidez por llegar hasta los estratos más antiguos de las nueve Troyas, nacidas y muertas a lo largo de más de dos mil años, le hizo cometer grandes errores. Entre ellos, la destrucción de reliquias a manos de sus ayudantes, hombres sin experiencia, y las muertes por malaria, que casi lo dejaron sin equipo.
 
Además, después de descubrir objetos y joyas (el Tesoro de Príamo, según sus deducciones), los llevó a Grecia, y el Imperio Otomano lo acusó de robo de bienes nacionales.
 
El delito pudo costarle –literalmente– la cabeza: un golpe de alfanje bien afilado… Pero, comerciante al fin, logró el perdón pagando una altísima multa, una gran indemnización para que le permitieran seguir excavando, y la donación de varias reliquias al Museo de Constantinopla.
 
Entretanto, puso de moda a Troya. La rescató del polvo de los siglos. Diarios y revistas narraron, endulzada, la historia de amor de Helena y Paris, que desató una guerra…
 
Helena no era de Troya: era de Esparta, y según la leyenda, la mujer más bella del mundo (dato más que dudoso).
 
Paris era un príncipe troyano "al que Afrodita, la diosa del amor, le había prometido ese trofeo. Predestinados, no podrían eludir el futuro".
Un radioteatro con todas las de la ley…
 
Sigue: "Un día, Helena estaba en su palacio de Esparta, con su marido, Menelao, y apareció Paris. Fue verse y enloquecer de amor. Se fugaron a Troya. Los griegos no soportaron la afrenta. Menelao convocó a los reinos vecinos, y así empezó la guerra más famosa de todos los tiempos. La guerra de Troya. El amor poco duró. Paris fue asesinado, y Helena, desolada, volvió a Esparta y a su marido".
 
Lo concreto puro y duro: es imposible que esa guerra se haya desatado por un lío de pareja.
 
En realidad, Troya dominó por siglos el tránsito y el comercio marítimo del Mediterráneo. Desde la colina de Hisarlik, sobre el estrecho de Los Dardanelos, a 300 kilómetros de Estambul, era un peaje de altas recaudaciones. Y sus murallas, una clásica protección de aquellos tiempos, en que los ataques de piratas y de otros belicosos pueblos era el aire que más se respiraba.
 
En la última de sus campañas a Troya, Schliemann se unió al joven arquitecto y arqueólogo alemán Wilhelm Dörpfeld, de enorme experiencia.
 
Juntos, llegaron a la conclusión que de las nueve ciudades superpuestas, la Troya buscada era la VI, no la II, como creía Schliemann.
 
Además, desenterraron un palacio micénico íntegro, cinco tumbas, veinte cadáveres, riquísimos ajuares funerarios, infinidad de objetos de oro, bronce, marfil y ámbar, sesenta dientes de jabalí, grabados de escenas religiosa, de lucha y de caza, y el mayor de los hallazgos: la máscara de oro de Agamenón, legendario rey hermano de Menelao…, aunque se duda: está fechada siglos antes de la existencia del personaje…
 
Por supuesto, es imposible hablar de Troya y su guerra sin mencionar al célebre caballo de madera que los griegos dejaron como supuesto presente al pie de la muralla y frente a la enorme puerta de la ciudad.
 
Historia conocida, narrada mil veces y filmada hasta el hartazgo, el caballo ocultaba soldados griegos que, una vez abierto el portón por los incautos troyanos, se descolgaron con sogas y aniquilaron al enemigo después de un sitio de diez años…
 
Pero, si así fue… ¿cuántos soldados ocultaba el caballo?
 
Varias fuentes, varias versiones…
 
En La Odisea, Homero escribió que acechaban Aquiles y sus 99 guerreros. Pero Apolodoro de Atenas, gramático e historiador, no arriesga más que 50 combatientes. Demasiado número para Juan Tzetzes, historiador bizantino, que no sólo apunta 23: ¡cita sus nombres! Y por fin, Quinto de Esmirna, poeta épico griego, se juega a 29, y también los nombra. Entre los más notorios: Ulises, Menelao, Diomedes…, y siguen las espadas.
 
Según otras reconstrucciones, la victoria griega fue fácil: casi todos los troyanos estaban borrachos después de un colosal festejo, y sólo vieron la cara de la muerte cuando era demasiado tarde…
 
En 1890, a sus 68 años y en Atenas, Schliemann sufrió una grave dolencia en el oído. Operado, desobedeció a los médicos, huyó del hospital y pasó por Leipzig, Berlín y París.
 
Mientras retornaba a Atenas, en Navidad, se desplomó en la Piazza de la Santa Caritá de Nápoles. Al volver en sí, no pudo hablar: la infección del oído había invadido su cerebro.
 
Murió al otro día.
 
Según dejó ordenado, su cuerpo yace en Atenas, en el lujoso mausoleo que hizo construir, llamó Proto-Nekrotafio, corona una colina, y reproduce un templo dórico delante de su busto, con el epitafio "Para el héroe Schliemann".
 
En el friso y en relieve figuran escenas de sus excavaciones.
En uno de sus diarios escribió: "Sólo un prusiano podía lograrlo".
 
¿Quién le negaría razón?

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