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La esperanza en una sociedad sacudida por ilusiones fugaces y desencantos prolongados

Por: Liliana De Riz
Jueves 05 de Enero 2023

El Presidente se jacta de no aceptar al poder que controla la constitucionalidad de sus actos de gobierno; cuando las leyes afectan los intereses de los poderosos de turno, éstos no dudan en anularlas o desconocerlas
Habían transcurrido casi cuatro décadas desde que en 1986 conseguimos la copa mundial. Con el nuevo triunfo, la Argentina es festejada en el mundo por el profesionalismo y por el talento de sus jugadores, virtudes que este gobierno ha desconocido, como ha ignorado los rasgos del mundo que nos toca vivir.
 
El pesimismo dominante en el humor colectivo contrasta con el clima que en 1986 festejó la anterior copa mundial. Entonces había esperanza y había tolerancia. Convivir en paz, democracia y libertad, parecía posible. Creíamos firmemente que la defensa de los derechos humanos y el pluralismo habían llegado para permanecer. El Nunca Más estaba vivo. Las altas tasas de afiliación partidaria confirmaban ese ánimo de poner fin a la anarquía, antes sofocada manu militari, para domarla con el poder de las instituciones.
 
El despertar cultural tras la larga noche de la dictadura expresaba el estado de ánimo que la copa mundial vino a coronar. Empero, la fiesta duró poco, la hiperinflación puso fin a un gobierno que no pudo responder al desafío de crecer y asegurar el progreso social. Desde entonces, fallidas reformas de la economía, corrupción rampante, endeudamiento y festejado default de la deuda, sucesión de presidentes y largo ciclo kirchnerista, sólo interrumpido por el breve interregno de Cambiemos. Y el regreso Cristina Kirchner con el artefacto de un delfín que fungía de alfonsinista redivivo, dispuesto a pacificar furias y encontrar consensos. Un dispositivo más del teatro de la ilusión construido por la que hoy es vicepresidente en el fingimiento de un gobierno al que no reconoce como suyo.
 
Antagonismo y centralismo arbitrario
La decisión de desobedecer el reciente fallo de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, que ordenó al gobierno nacional devolverle a la ciudad de Buenos Aires parte de los fondos de la coparticipación que le había sacado, nos dice a los argentinos que el Presidente no acepta al poder que controla la constitucionalidad de sus actos de gobierno. Para él, el pueblo son los habitantes del Norte sin agua potable y sin cloacas; no lo son los de la ciudad de Buenos Aires que quieren más líneas de subterráneos.
 
Otra vez el antagonismo entre los porteños y el interior que gusta azuzar la vicepresidenta en nombre de un federalismo que es letra muerta y sólo fachada de un centralismo arbitrario y cómplice de satrapías fieles. Otra vez, el Estado de Derecho en suspenso.
 
Mientras tanto, la seguridad jurídica se esfuma en un país sin moneda y sin inversiones. ¿Hasta cuándo este Estado desarticulado puede seguir subsidiando a empresas protegidas y a la enorme masa de desocupados que dependen de ese ingreso para subsistir? ¿Cómo continuar sin crecimiento e innovación, sin crear riqueza que genere trabajo genuino? En nombre de una democracia sin controles, justificada en el argumento falaz de que los controles son recursos para proteger a minorías privilegiadas, el presidente cuestiona la legitimidad de los fallos de la Corte Suprema. Sin embargo, se topa con frenos. No pudo lograr la reforma de la justicia. No pudo desconocer el derecho de propiedad en el caso Vicentín, no pudo impedir que las causas por corrupción siguieran su curso y perdió las elecciones intermedias de renovación parcial del Congreso.
 
La crisis que atravesamos es una más en la larga serie de crisis que de manera cíclica nos asolan desde 1930. Entonces quedó de manifiesto que cuando las leyes afectan los intereses de los poderosos de turno, éstos no dudan en anularlas o desconocerlas. La Argentina es pródiga en ejemplos que ilustran esta afirmación. El desapego a la ley es un leit motiv que recorre un siglo de vida de esta sociedad sacudida por ilusiones fugaces y desencantos prolongados. Carlos Nino supo decirlo.
 
Los dos mitos fundacionales, la idea de la Argentina potencia, condenada por la Providencia a un destino de grandeza y la idea de que basta la voluntad del que maneja el timón del Estado para transformar la potencia en acto, pueden contribuir a explicar el desprecio por las instituciones. A diferencia de Chile, donde una naturaleza avara incentivó el respeto por la institucionalidad, aquí, la volatilidad de normas y comportamientos de los actores acompaña a los cambios en las relaciones de poder.
 
A mediados de la década del 70 emergió una Argentina socialmente fracturada, con una economía que no crecía y un Estado colonizado por intereses prebendarios. La Argentina próspera e integrada había quedado atrás. En 1974, la pobreza alcanzaba al 7% de la población. Desde entonces, la pobreza no paró de crecer y hoy supera al 40%. Sin embargo, la continuidad institucional no ha sido alterada. La Argentina es estable en su inestabilidad. A diferencia de Perú, que combina la inestabilidad política con una economía robusta, aquí la economía está quebrada, pero la política mantiene sus desequilibrios estables. ¿Hasta cuándo podrá mantenerlos?
 
Improvisación, impericia e irresponsabilidad
Los cambios veloces que atraviesa el mundo y las oportunidades que nos ofrece estarán fuera de nuestro alcance mientras subsista la improvisación, la impericia y la irresponsabilidad de quienes están a cargo del timón del Estado. Un Estado que es un rompecabezas desarmado al que nadie quiso o supo componer, ya sea porque lo consideraban una misión imposible o porque desconfiaban de su capacidad de lograrlo.
 
El Estado es el lugar desde el que se piensa una sociedad, nos decía Durkheim. Carecemos de esa instancia de reflexión. Los partidos políticos de la oposición, como ha ocurrido en el pasado, discuten candidaturas, pero no transmiten con claridad suficiente cómo piensan la sociedad, no articulan una oferta para fijar los temas en los que acuerdan y aquéllos en los que difieren. En la confusión medran los actores mesiánicos.
 
En esta crisis estamos. Sus raíces arraigan hondo y lejos en el tiempo. Mientras tanto, la vicepresidenta no acepta el destino que otros presidentes acataron. Menem aceptó la condena y la prisión con la elegancia de quien pasó por la vida como en un musical de Broodway, siempre sonriente, sin mirar a los que quedaron a la intemperie tras una eclosión más destructiva que creadora de una nueva economía. Su meta era llegar a Japón en una hora. Cristina Kirchner prefiere la ópera y encarna a la heroína de una tragedia que para ella es la condena política. Interpreta ese drama con toda la energía de su furia porque se siente traicionada, porque cree que está por encima de la ley, porque es una redentora reducida a condenada por una causa innoble.
 
Atravesamos una crisis cuyas consecuencias alertan sobre los tiempos de conflictividad creciente que se avizoran. Sin embargo, la novedad tal vez resida en el desgaste de los viejos actores que intuyen que esta utopía regresiva ya no tiene futuro. Acaso estemos tocando fondo. Acaso empresarios protegidos y sindicalistas de asientos perpetuos, defensores todos del statu quo que sostiene sus privilegios, intuyan que un cambio es inevitable. La elusión y la evasión impositiva y el crecimiento del empleo informal muestran que hay de hecho reformas “informales”.
 
Acaso se abra una oportunidad para emprender las dolorosas reformas que tuerzan el rumbo hacia la decadencia. Pero esa empresa requiere de liderazgos democráticos capaces de convencer a una sociedad de “el día de uno llegará, de que la pérdida de hoy es sólo un obstáculo temporario, de que todos finalmente tendrán su oportunidad”. En esa expectativa cifraba Charles Tilly el secreto de la democracia. También exige de esos liderazgos el coraje y la firmeza para sostener los cambios y una hoja de ruta para conducirlos.
 
Cuando los grupos de privilegio perciben que los cambios han llegado para quedarse, suelen modificar sus comportamientos. Esa es una razón de esperanza para recibir el nuevo año.
 
La autora es doctora en Sociología por la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de la Universidad de París, profesora consulta en la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA e investigadora superior del Conicet.
Con información de La Nación

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