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La memoria individual y colectiva aún está en proceso de reformulación, a dos años de los atentados

Los que sobrevivieron al terror en París

Martes 14 de Noviembre 2017

Sufrir y renacer. Casi morir y verse vivo. Ser testigo de la muerte de decenas de personas, amigos, conocidos, colegas o familiares y llevar esas imágenes en la memoria. La experiencia de los sobrevivientes de los atentados del 13 de noviembre de 2015 en París es un trabajoso sendero poblado de miedos y recuerdos.

La memoria individual y colectiva aún está en proceso de reformulación, constantemente perturbada por las amenazas terroristas y las intromisiones políticas. En los bares de los distritos 10 y 11 de París, o en el teatro Le Bataclan, donde el Estado Islámico ejecutó a 130 personas e hirió a casi 700, la vida se ha reconstruido con pujanza. Los bares atacados están llenos, las entradas para ver los conciertos en Le Bataclan, casi siempre agotadas. Los sobrevivientes han buscado el hilo frágil de la reconstrucción de múltiples maneras. Han escrito diarios íntimos, novelas, ensayos, han hecho películas o se han tatuado en el cuerpo escenas de aquella noche. Los libros han funcionado como terapias intimas del trauma para sobrepasar esa noche de barbarie que golpeó de frente a una generación joven, conectada, megacosmopolita, oriunda de la diversidad social y confesional y cuyos destinos, luego, jamás fueron los mismos. 
 
Laura Levêque, 32 años, se hizo tatuar un cuervo, un eclipse y una serpiente que se muerde sobre la espalda y flores “que crecen en los campos de combate”. Una forma, para ella, de “transformar el horror en belleza”, de reescribir en su propia carne los acontecimientos de esa noche en Le Bataclan donde, cuenta, “estuve empapada de sangre, recubierta de carne, impregnada por las víctimas”. Nahomy Beuchet, 19 años, se tatuó Le Bataclan en la parte interior del brazo y la frase “peace, love et death metal” (título del cd del grupo que tocó en el teatro el día del atentado, Eagles of Death Metal). Stéphanie Zarev, 44 años, fue alcanzada por una bala y se tatuó un Fénix como una forma de decirse, desde su misma piel, “que aún hay muchas cosas bellas por vivir”. Floriane Beaulieu salvó su vida por muy poco. Hoy lleva tatuados en el muslo un trébol de cuatro hojas, una paloma y la palabra “esperanza” dentro del signo de lo infinito. Florence Ancellin perdió una hija Caroline, de 24 años, en Le Bataclan. Hoy tiene tatuada en el tobillo una zanahoria, que era el sobrenombre de Caroline. Notas de música, flores, símbolos de muerte o de vida, muchos sobrevivientes han trazado en sus cuerpos una referencia a aquellas horas de desolación durante las cuales vieron morir a sus hijos, hermanos o compañeros. Otros han escrito libros, intensos, a menudo desgarradores. 
 
Erwan Lahrer acaba de publicar el suyo:El libro que no quería escribir. Lahrer compró en septiembre la entrada para ver el concierto de Eagles of Death Metal. Esa noche entró solo, y entonces “a partir de aquí no es más tu historia, es la nuestra. Aquí empieza la historia que no quería contar”. Lahrer, que es escritor, experimentó en el teatro una suerte de resurrección a partir del horror, de su propia herida de bala, de la recuperación. Tocó un límite que ni siquiera intuía. “Había una vez un hombre que nunca había vivido nada traumático, que nunca había sufrido”, escribe en su libro. Benjamin Vial sobrevivió a los atentados (estaba en Le Bataclan) sin que él y su compañera sufrieran heridas. Sin embargo, había otras que lo esperaban afuera, en “ese después donde las cosas son peores”. Por ello escribió “Fragmentos postraumáticos”, donde narra la cuesta arriba de su restablecimiento. La fobia de las multitudes, el miedo antes de ingresar al Métro o a un centro comercial, la dificultad para reintegrarse a su ámbito profesional, la arquitectura, la imposibilidad de sentarse en un restaurant o un café, las pastillas, los psicólogos. Lo ayudó el contacto con las otras víctimas y con una de las asociaciones que se crearon después de los atentados, Lifefor Paris. Ello le permitió “integrar y entender qué había ocurrido”. Su regeneración íntima es hoy completa. Se ha sacado de encima el calificativo de “víctima” y prefiere ser “sólo un testigo”. 
 
Apenas testigos del salvajismo o víctimas de él, no todos han tenido la fortaleza o la suerte de Benjamin Vial. Hay, entre todos los que estuvieron ese 13 de noviembre en las calles ametralladas, un trazo común: una fuerte interrogación sobre el sentido mismo de la existencia humana, acerca del sentido de una profesión, de un estatuto social. Como eran en su gran mayoría jóvenes y se movían en círculos creativos, músicos, escritores, gente del teatro o la televisión, ligada a las nuevas tecnologías, la moda, la comunicación, o sea, a la cultura global, el “por qué” y “para qué sirve esto que hago” ante la fragilidad de la existencia se volvieron interrogantes permanentes. Como lo recuerda en el vespertino Le Monde la ex presidenta de la asociación Lifefor Paris, Caroline Langlade, “casi una tercera parte de los sobrevivientes no regresa a sus trabajos o se reconvierte en otra profesión”. Los cambios de profesión son significativos. Estas víctimas pasan a menudo de ejercer funciones intelectuales y de prestigio en las nuevas tecnologías a otras más “conectadas” con la materialidad de la existencia, más humildes y despreciadas por la cultura moderna: panaderos, lutieres, payasos en los hospitales, sofrólogos, propietarios de bares, recuerda Le Monde en su artículo. Algunos lo hicieron para rehacer sus vidas ante lo que les pareció simplemente “fútil” o “pasajero” o “francamente estúpido”, otros porque, afectados por el drama vivido y con permanentes depresiones, fueron despedidos por sus empresas. El problema de quienes fueron protagonistas de los acontecimientos de hace dos años no estaba sólo en las heridas físicas y emocionales que les dificultaban la mal llamada “reinserción”, sino, también, en la realidad que siguió y sigue acechando a las sociedades después del 13 de noviembre: los atentados de Bruselas, el de Niza, los de Londres y otros más en Europa que dejaron latente la amenaza exterior. 
 
“¿Cómo curarse desde adentro cuando desde afuera lo real te sigue empujando al miedo, te sigue mostrando la continuidad de los horrores que uno mismo vivió? “, pregunta Julien, 30 años, ex técnico de sonido en una gran radio de Francia. Julien se mudó de París hacia la provincia, siguió una capacitación de panadero y ahora trabaja en una panadería de una localidad del sur. “Ese nuevo oficio me ha ayudado mucho a calmar el dolor interior y los accesos de pánico. Trabajo con las manos, es una labor paciente, delicada, el olor de la harina, de la manteca, de los hornos encendidos, de los panes recién cocinados, todo es como si cada mañana entrara en un jardín y debiera, con mis manos y gestos precisos, ocuparme de cada flor, de la misma vida”. Caroline Langlade confirma en las páginas de Le Monde el relato de Julien. Los sobrevivientes convergen en la necesidad de “encontrar un sentido”. Langlade explica que “la mayoría se orienta hacia oficios en los cuales se da un reconocimiento concreto y rápido, donde hay un placer de reencontrarse en lo que se resiente físicamente y no ya en oficios intelectuales donde se gana mucho dinero”. Langlade acaba también de publicar un libro, Sorties de Secours, en el cual cuenta el laborioso combate de las víctimas para que el Estado se haga cargo de ellas y repare lo que sufrieron, para que “reconozca las heridas invisibles que no fueron hechas por las balas sino por los traumatismos”; son heridas que siguen incrustadas en el alma de los sobrevivientes que, como le ocurrió a ella aquel 13 de noviembre en Le Bataclan, pasaron horas y horas ocultas viendo como la barbarie y el horror avanzaban sin piedad sobre tantas vidas humanas. 
Con información de Página 12

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