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THE NEW YORK TIMES

¿Las personas pueden cambiar?

Por: Rebecca Solnit
Sábado 30 de Abril 2022

Mi amigo Jarvis Masters entró a la Prisión Estatal de San Quintín en 1981 como un adolescente iracundo y culpable de varios cargos de robo a mano armada, pero luego, con la ayuda de una amiga del exterior, descubrió nuevas ideas y valores. Melody Ermachild Chavis, una investigadora que trabajaba en su caso, estaba dando sus primeros pasos en la práctica budista.
Masters aceptó lo que ella le ofrecía y lo cambió. Se convirtió en un meditador devoto, luego en un renombrado practicante y pacificador budista tibetano.
 
Masters ha estado en San Quintín durante 41 años, la mayoría de ese tiempo ha estado en el corredor de la muerte por un crimen que, a partir de una revisión minuciosa del caso, muchas personas y yo creemos que no cometió (después de su encarcelamiento por robo a mano armada, lo condenaron por conspirar en el homicidio de un guardia de la cárcel y por afilar un arma que otros usaron para asesinarlo en 1985). En los años que han pasado desde su metamorfosis, a menudo ha apaciguado escenarios que podrían derivar en violencia y ha ofrecido consuelo y un oído de confianza para las penas de quienes lo rodean, tanto los guardias como otros presos.
 
Pero el sistema legal muestra poco interés en el argumento sólido a favor de su inocencia en cuanto a los cargos que se le imputan y solo parece considerarlo el hosco joven negro que encerró tantos años atrás. Desde hace tiempo, las cárceles han usado palabras como “correccional”, “reformatorio” y “penitenciaría” para sugerir que están comprometidas con cambiar a los presos, pero, en la era de las políticas de mano dura contra el crimen, el sistema carcelario se enfocó en castigar en vez de reformar. Hasta la fecha, el sistema parece mal equipado para reconocer cuando ocurren esas transformaciones, a menos que sea en una audiencia de libertad condicional, y la gente sentenciada a muerte no tiene derecho a una.
 
No son solo las cárceles y el sistema de justicia penal. Como sociedad, da la impresión de que estamos desprovistos de lo necesario para reconocer las transformaciones, al igual que carecemos de procesos formales —que no sean acuerdos monetarios— para que quienes han perjudicado a otras personas reparen daños como parte de su arrepentimiento o transformación.
 
La mayoría de nosotros ha cambiado con el tiempo, a menudo en incrementos tan lentos que no los reconocemos hasta que una situación nos pone cara a cara con algo que alguna vez creímos o aceptábamos y ahora ya no. Sin embargo, cuando se presentó el caso de Masters en una revisión de la Suprema Corte de California en 2016, pareció que los jueces no estuvieron dispuestos a tomarse en serio la evidencia acumulada para su exoneración ni tuvieron interés en saber en quién se había convertido.
 
En cambio, su decisión por escrito trajo a colación varias acusaciones de cosas que él había hecho de niño mientras estuvo en los sistemas de acogida temporal y justicia juvenil de California. Dio la impresión de que los jueces supusieron que este comportamiento de hace años fortalecía el argumento de que Masters merecía ser ejecutado por el estado y que el veredicto, en un juicio asombrosamente endeble, debía seguir vigente.
 
Sin importar qué haya hecho Masters en su infancia y juventud, para cuando tenía 6 años, también había experimentado hambre crónica, abandono extremo y violencia, y había visto cómo estuvieron a punto de matar a su madre a golpes. Después de su primera asignación tutelar exitosa, entró a una serie de hogares e instituciones donde fue sometido a una intensa violencia física y psicológica. Al principio, parecía haber sido un producto de esas circunstancias, pero luego construyó otras mejores. Desde el corredor de la muerte, ha creado un amplio círculo de amigos en el exterior, ha publicado dos libros, se ha vuelto un querido protegido de la maestra budista Pema Chodron, ha leído a fondo y ha tomado los hábitos de un lama tibetano.
 
Este lenguaje parco difícilmente transmite quién es mi amigo y cuánto nos reímos de todo y nada cuando logro agendar una cita a través del laberíntico sistema penitenciario o cuando él me llama por cobrar. Masters es un milagro de alegría gracias a la disciplina, una persona que ha encontrado una especie de tranquilidad y esperanza interior en una vida de encierro entre los californianos más violentos y en medio de los constantes gritos de furia que puedo escuchar cuando hablamos por teléfono. Sus tatuajes se han desvanecido, al igual que el joven que solía ser. Sin embargo, al sistema parece no interesarle la persona en la que se ha convertido, a pesar del sistema y no gracias a este.
 
Esta creencia en la inamovilidad de la naturaleza humana en vez de su fluidez o quizá en la culpa sin redención aparece en todas partes: no solo en el sistema jurídico formal que decide cuestiones de inocencia, culpabilidad y responsabilidad, sino también en la esfera social, en la cual reproducimos veredictos repletos de suposiciones poco analizadas sobre la naturaleza humana, así como prejuicios en contra y a favor de tipos particulares de personas y actos.
 
¿Eres quien solías ser? En concreto, ¿eres la persona que cometió ese error, que tenía esa opinión que ahora se considera reprobable o ignorante, que hizo daño hace años o décadas? A lo largo de las décadas, la mayoría de quienes pasamos a la madurez en el último siglo hemos cambiado nuestras cosmovisiones sobre la raza, el género, la sexualidad y otros temas clave. En particular, la década pasada se desarrolló como un seminario a la medida sobre estos temas para quienes decidieron prestar atención.
 
Sin embargo, a menudo hablamos y nos tratamos como si cada uno de nosotros fuera la suma de todas nuestras creencias y acciones pasadas, como si no se hubiera agregado, restado ni transformado nada. Por ejemplo, hace tiempo que la senadora estadounidense Elizabeth Warren repudió sus orígenes republicanos para convertirse en una de las principales voces progresistas del país. No obstante, en la campaña presidencial de 2020, le restregaron su pasado personas que lo consideraron una mancha imposible de limpiar o al menos información que podían convertir en un arma porque preferían a otros candidatos.
 
La izquierda tiene muchos abolicionistas de las cárceles y defiende la reinserción en la sociedad de quienes han cometido crímenes, pero esa generosidad no siempre se extiende a la gente que ha dicho algo que pudo considerarse aceptable en otra época, pero ahora ya no.
 
Los conservadores tienen su propia versión de esa insistencia en que una caída en desgracia es una caída eterna. Cuando el cardenal Timothy Dolan de Nueva York ofreció una homilía el año pasado sobre Dorothy Day, la activista por la justicia social que se convirtió al catolicismo y fundó el Movimiento del Trabajador Católico, consideró adecuado declarar: “Ella sería la primera en admitir su promiscuidad”. “Promiscua” parece una palabra dura e imprecisa, y una que insiste en ver sus primeros años como un fastidio que opaca cualquier aprecio hacia el heroísmo desinteresado de su vida posterior.
 
Tal vez parte del problema es la pasión por el pensamiento categórico o más bien por las categorías como una alternativa para el pensamiento. Algunas personas evolucionan y cambian de manera tan radical como las orugas que se convierten en mariposas. Algunas bien podrían estar talladas en granito, pues cargan a lo largo de toda su vida las mismas creencias y valores con los que comenzaron. Algunas mejoran, otras empeoran, algunas permanecen igual. Algunas cambian como resultado de cambios sociales, algunas por razones individuales y por medio de un esfuerzo individual. Reconocer esto implica considerar caso por caso y también reconocer que a veces no sabemos lo suficiente como para emitir un juicio.
 
A veces sí podemos hacerlo. Tomemos como ejemplo a Angela Davis. Su autobiografía, escrita cuando era una joven que acababa de salir de la cárcel en los años setenta tras ser absuelta de todos los cargos en su contra, acaba de ser reeditada. La descripción que hizo del tiempo que pasó en la cárcel de la ciudad de Nueva York es dura sobre las relaciones lésbicas de las que fue testigo ahí. “Yo era un producto de mi época”, dijo hace poco. “Y debo admitir que es muy inspirador reconocer cuán lejos hemos llegado, no solo por la manera en que hablamos sobre la sexualidad, sino también por cómo hablamos sobre el género y la manera en que siempre estamos desafiando las nociones binarias de género. Y todas estas transformaciones han ocurrido como consecuencia de la gente que ha dedicado su vida a luchar”.
 
Davis, quien desde hace tiempo tiene una pareja mujer, atribuye el crédito de su evolución individual a un proceso colectivo. Es una confesión audaz y también poco común, porque reconoce sus defectos pasados, además de admitir que los procesos sociales de gran envergadura cambiaron su manera de pensar. Muchas personas pasan por alto que son beneficiarias de procesos históricos y suponen que cambiaron como individuos. Ese instinto tiende a ir de la mano con una disposición a condenar a la gente que existió antes de que esos procesos cuestionaran viejas conjeturas y ofrecieran nuevas perspectivas y nuevos valores.
 
La cultura judía, como lo menciona mi amiga la rabina Danya Ruttenberg, tiene procesos claros para la redención y la reparación, en contraste con la corriente dominante de nuestra sociedad. El cristianismo le presta más atención al perdón de las víctimas y sus tradiciones de penitencia y confesión tienden a enfocarse en hacer las paces con Dios en vez de hacerlo con quienes fueron perjudicados. Hay algunos modelos nuevos —y uno de los principales es la justicia restaurativa—, pero, para que funcione cualquiera de ellos, debemos creer en la posibilidad de la transformación, y aceptar la incertidumbre que esto conlleva: la gente puede cambiar, algunas personas lo han hecho, algunas dicen falsamente que lo han hecho, algunas no quieren, algunas no pueden o recaerán. Afirmar que alguien no ha cambiado tal vez sea falso, pero quizá se siente más cercano a una certeza y sin duda requiere menos confianza.
 
En todos estos casos, me enfrento con la necesidad de una investigación y una flexibilidad. Sin duda, el primer criterio para determinar que algo es perdonable es si ya terminó, porque la persona dejó de hacer el daño que estaba perpetrando, renunció a los principios que produjeron ese daño, reparó o enmendó el daño o se volvió una persona diferente. El segundo es determinar si hay suficientes datos para decidir y quién debería decidir. La idea de que todo quede en manos de las personas que fueron dañadas de manera directa parece buena a primera vista, pero da pie a la confusión entre justicia y venganza en un tribunal. Además, quienes no se hayan visto afectados también deben decidir cómo responder ante quienes han realizado el daño, ya sea para contratarlos, votar por ellos, ser sus amigos, leer sus libros, ver sus películas o simplemente creerles. No obstante, más allá de los casos individuales, hay una necesidad de un enfoque de mayor envergadura: reconocer que la gente cambia, que la mayoría de nosotros lo ha hecho y lo hará, y que una buena parte de eso se debe a que, en esta era transformadora, a todos nos está llevando la corriente de un río de cambio.
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Rebecca Solnit es la autora de Orwell’s Roses, su libro más reciente.


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